Hace ahora un siglo (12)

Por Eusebio Lucía Olmos.
Aquel invierno llegó a toda la mitad norte peninsular con grandes nevadas e intensísimo frío. La neblina húmeda que acompañaba aquellas mañanas a las bajas temperaturas hacía que el madrileño frío invernal se calase hasta los huesos. Y los huesos de los capitalinos estaban más acostumbrados al frío seco que les llegaba habitualmente del Guadarrama. Además, la fría niebla dificultaba la visión aún a cortas distancias. Desde lo alto de la calle Ancha se veía sólo difuminada parte de la fachada del antiguo noviciado de jesuitas que servía ahora de Universidad, tras los tendidos de los cables de los tranvías que por la céntrica arteria circulaban, y se distinguían con dificultad las siluetas de los estudiantes que entraban y salían de ella. Sin embargo, a pesar de la niebla mañanera, la privilegiada atalaya de lo alto de la glorieta permitía apreciar perfectamente los centenares de tejados, brillantes aún por la helada nocturna que había venido a endurecer la nieve acumulada durante los días anteriores. Y las múltiples chimeneas arrojando perezosas sus columnas de humo. Las cúpulas, torres, agujas y campanarios de las muchas iglesias y conventos que desde allí se alcanzaban a ver, sobresalían airosos del resto de los tejados rompiendo la uniformidad de alturas que éstos ofrecían. Cualquier observador allí situado aquella fría mañana se preguntaría antes de nada con qué se producirían aquellos humos que de las chimeneas salían, y de dónde sacarían los madrileños los combustibles para encender sus cocinas, estufas y braseros, ante no ya la carestía sino incluso la escasez de carbón que aquel invierno asolaba los hogares de las clases populares españolas. No era raro aquellos días cruzarte en la calle con algún vecino que, cual rural pastorcillo, transportara al hombro la correspondiente gavilla de ramas gruesas o retamas que había cortado de los próximos montículos de la Dehesa de la Villa, la Casa de Campo o El Pardo, o incluso de jardines urbanos más próximos, sorteando la vigilancia que se hizo por este motivo especialmente severa. La larguísima tapia de la Casa de Campo ofrecía oportunos huecos por donde los visitantes clandestinos, muchos de ellos también cazadores furtivos ocasionales y perfectos conocedores del contorno de la vigilada finca regia, entraban y salían cargados con su haz vegetal que les permitiese sustituir pobremente el escaso y costoso combustible. Cuando la vigilancia se apostaba ante el agujero utilizado, otro cercano se abría viniendo a sustituir al primero, pues el perímetro de la larga cerca permitía practicar numerosas entradas. El hecho es que leñas, astillas y maderas de las más variadas procedencias, y hasta cartones y papeles de inconfesables orígenes, sustituían en lo que podían aquel invierno la capacidad calorífica del caro y escaso carbón.
Las muchas dificultades que afectaban directamente a las clases populares no impedían que el Madrid de la segunda década del siglo, ya con casi setecientos mil habitantes y en continuo crecimiento, intentaba dejar de ser aquel pobre y orgulloso poblachón manchego de hacinadas callejuelas sucias y oscuras que hubo sido, para irse transformando en una ciudad moderna y cosmopolita como otras capitales europeas, coincidiendo con los cambios de costumbres que estaban afectando a su sociedad. Pero sin perder al mismo tiempo su peculiar carácter cortesano, animado, alegre, colorista y despreocupado que tanto sorprendía y agradaba a sus visitantes forasteros. Su principal encanto radicaba en la coexistencia de cosas tan dispares como los rebaños de ovejas, que ocasionalmente cruzaban aún sus pavimentadas calles de actualizados trazados coincidentes con los de antiguas cañadas, con los modernos y veloces automóviles conducidos por inexpertos «chauffeurs» ataviados con largos guardapolvos, grandes gorras deportivas y protectoras gafas; o los elegantes palacetes de la Castellana y otros modernos y bien urbanizados barrios burgueses, con abandonados solares anexos pendientes de construcción; o las renqueantes carretas de bueyes transportando los más variopintos enseres agropecuarios, con la extensa red de eléctricos tranvías que conducían a los madrileños a sus diarios quehaceres; o mujeres empañoladas arrebujadas en negros mantones de áspera lana, con damas que bajo los lujosos abrigos de cuellos de suaves y finas pieles lucían los más primorosos y modernos diseños de las «boutiques» parisinas. En los blancos veladores de sus viejos cafés se continuaba sirviendo el clásico chocolate con picatostes, a la vez que en los mostradores de los modernos «tupinambas» – los “tupis” para los castizos –, en que se estaban trasformando muchos de aquellos, se ponía de moda el novísimo café con leche de máquina que evitaba el antiguo sistema de los «echadores», camareros expertos en mezclar en cada vaso el adecuado chorro del contenido de dos grandes recipientes, de café y leche, que trasportaban con habilidad por entre las mesas del salón. Porque Madrid seguía también siendo a un mismo tiempo, siguiendo su propia tradición, el calidoscopio que entremezclaba a pueblerinos vendedores ambulantes de requesones o mieles, ataviados con sus pardos blusones, con remilgados petimetres de intelectuales pretensiones; a afamados aunque jóvenes toreros y bellas cupletistas en ciernes, con veteranos aristócratas, financieros y políticos de cualquier tendencia; a populares organilleros y limpiabotas con atildados caballeros enchisterados; a pobres meretrices de cara pintarrajeada y obscenos gestos, con elegantes clérigos de impecables sotanas.
Desde el comienzo del siglo se estaban rematando muchos de los grandes proyectos urbanísticos iniciados en la época isabelina, realizándose importantes reformas en la ciudad; aunque también el sector de la construcción venía sufriendo una fuerte reducción de su actividad desde el inicio del conflicto bélico. Muchos obreros de las distintas especialidades requeridas estaban en paro, mientras sus puestos eran ocupados – con menores jornales y, por supuesto, pericia – por los campesinos que iban llegando a la capital, buscando salida a las míseras condiciones de vida del campo español. Nuevas y elegantes edificaciones que alojaban a entidades financieras o de servicios se alzaban en la calle de Alcalá, entre la Puerta del Sol y el Prado, transformando el centro madrileño. Los aristócratas se habían ido haciendo construir soberbios palacetes a lo largo del paseo de la Castellana y sus alrededores. Los burgueses poblaban el moderno barrio de Salamanca con confortables viviendas, distribuidas en manzanas de casas de jardines centrales que permitían disfrutar del sol de mañana y tarde, y que disponían de los más modernos adelantos en comodidad doméstica. Las nuevas clases medias se agrupaban en colonias y nuevos barrios residenciales del periférico Ensanche. Y los obreros, como ya sabemos, continuaban pagando cada día más elevados alquileres por las viejas viviendas del abigarrado centro de la ciudad, o se construían con sus propias manos las chabolas que les servían de cobijo en los innumerables solares del extrarradio.
Pero la moderna ciudad que Madrid quería ser necesitaba un conjunto de servicios de los que hasta entonces carecía. Ese era el objeto de las tres grandes obras y de la multitud de otras menores que en esos momentos tenían la ciudad totalmente levantada, provocando enormes molestias – y proporcionando trabajo, también es cierto – a los madrileños: la canalización del río Manzanares, el alcantarillado urbano y la construcción de los dos primeros tramos del viejo proyecto de la Gran Vía, además de la pavimentación de muchas de sus calles. Todas las mañanas se veía llegar al fielato de Cuatro Caminos a los carreteros de Colmenar, Galapagar o Torrelodones, trasportando adoquines de granito para ello. Habían salido de sus pueblos la noche anterior y tras descargar su acarreo, volvían a ellos después de almorzar en cualquier taberna.
Las más diversas entidades financieras europeas que se sentían atraídas por la neutralidad española, fijarían sus sedes en bellos y modernos edificios que se construían en esa nueva y céntrica avenida, que pretendía, según el actual proyecto, unir la calle de Alcalá con la de la Princesa, desembocando en la plaza de la Moncloa. Las obras del alcantarillado intentaban hacer desaparecer los pozos negros madrileños, construyéndose entonces los tres grandes colectores del arroyo Abroñigal, del Parque del Oeste y del Paseo de la Castellana. Y todo esto sin mencionar otro gran proyecto que para la ciudad se tenía. Hacía ya dos años que, al igual que en otras modernas capitales mundiales, se venía estudiando la construcción de un ferrocarril metropolitano subterráneo que enlazase la populosa barriada de Cuatro Caminos, al norte de la ciudad, con la céntrica Puerta del Sol. El año pasado ya se había presentado un proyecto completo de una red metropolitana de cuatro líneas, en la que incluso se tenía en cuenta las futuras ampliaciones con miras al previsible desarrollo poblacional. Pero si obras ya comenzadas se paralizaban o ralentizaban por las escaseces presupuestarias y los problemas derivados de la crisis bélica, con más razón los proyectos de futuro permanecían encerrados en oportuno cajón, en espera de ocasiones más propicias. En cualquier caso, el que muchas de estas obras permanecieran empantanadas, en espera de una mejor situación económica de sus promotores, no mitigaba las incomodidades que producían en los vecinos de la capital, tan amantes de los tradicionales paseos por sus calles y avenidas más céntricas.

1 thoughts on “Hace ahora un siglo (12)”

  1. Los castizos que invitaban al «tupi» han desaparecido ya de la faz de la tierra madrileña. Un día en Lavapiés, hace ya 30 años, coincidí con uno de ellos, creo que era el último. Aun conservaba el característico y musical acento castizo. Se llamaba Moncho/ Ramón. Vivía o mejor bebía gratis a cambio de conversación en los bares de Lavapiés.

    Tu semblanza es una joya Eusebio.
    Un placer leerte!!

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