“Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo: logros sociales y laborales durante la Segunda República” (y III), por Eusebio Lucía Olmos.

Eusebio Lucía Olmos.

En las ciudades, las nuevas normas laborales fueron creando una fuerte división entre el decreciente número de obreros ocupados y los parados, que aumentaban cada día. Ciertamente, la República había llegado a España en un contexto de dificultades económicas nacionales y mundiales. La bonanza económica de la Dictadura había dado paso a una importante depresión económica, con el correspondiente crecimiento del número de conflictos y sus consiguientes represiones, pues el poder envía a la fuerza pública a “resolver” los problemas. El rearme sindical reivindicativo no se hace esperar, al tiempo que la patronal disminuye su capacidad negociadora. La clase obrera urbana, que carecía de cualquier tipo de cobertura social, está ahora representada por trabajadores jóvenes y carentes de sindicación, que se habían empleado en la boyante construcción y que habían venido a engrosar el elevado paro. En Madrid, en 1934, más de la mitad de los obreros de la construcción carecen de trabajo. Pero el problema no es sólo de las ciudades. En algunas provincias, el desempleo rural llega la 60%. Bien es cierto que no podemos olvidar que se ha producido el acceso de socialistas y ugetistas a un gran número de Ayuntamientos, que es donde se está produciendo el gran cambio de poder de la República. Las leyes de reforma laboral ponen todo el poder en manos de los alcaldes, quienes han de enfrentarse al incremento de huelgas agrícolas, sobre todo como consecuencia de las demandas de aplicación de las nuevas normas legales.

El creciente malestar social, que vino a unirse a la permanente incompatibilidad entre radicales y socialistas, así como la tradicional antagonía de los sindicatos anarquistas que definían al gobierno como dictadura socialazañista, y la dura ofensiva católica, fueron los factores desencadenantes del fin de la coalición entre republicanos y socialistas, tras el fracaso de complejas y delicadas negociaciones entre la jefatura del Estado y los diversos líderes socialistas. Y eso que el intento del golpe de Estado protagonizado por el general Sanjurjo había propiciado un – al menos, aparente – cierre de filas entre las principales fuerzas en las que se sustentaba la República. Fue entonces cuando se encargó al líder radical, Alejandro Lerroux, la formación de gobierno, para lo que no contó con los socialistas.

La llegada de la derecha al poder, refrendada tras las elecciones de noviembre, hace cambiar la situación de manera radical, pues liquidan los Ayuntamientos reponiendo los anteriores al 31, además de clausurarse las Casas del Pueblo, la prensa obrera y los centros sindicales. Los trabajadores piden simplemente que se cumplan las normas laborales vigentes, mediante una huelga general a nivel nacional en julio de 1934, lo que es tenido para la derecha como un acto de rebeldía en plena cosecha del cereal. Lerroux declara la siega como servicio público nacional, con lo que la participación en la huelga se convertirá en un delito subversivo. El movimiento fue sistemáticamente aplastado y reprimido, con 13 muertos y 7.000 detenidos. El sindicato agrario ugetista queda totalmente desmantelado y carente de efectivos para apoyar la huelga, por lo que a partir de entonces han de ingeniarse otros tipos de resistencia (furtivismo, diferentes boicots,…)

En las ciudades crece la permanente conflictividad entre las dos centrales sindicales – que cada vez se aferran más a sus diferencias históricas: negociación contra acción directa –, compitiendo por un mercado laboral muy restringido. El sindicato anarquista había ido sufriendo un enconamiento cada vez mayor contra la República, cayendo en brazos de la FAI, a la vez que va perdiendo parte de su antigua militancia. Los trágicos sucesos de Casas Viejas, en enero de 1933, en los que la represión de la Guardia de Asalto produce una matanza de campesinos, serán determinantes en su proceso de radicalización. No obstante, a finales de 1934, la CNT está agotada, adoleciendo de grandes diferencias regionales en su organización, y no intervendrá en la revolución de octubre, en general.

Desde que han tomado la decisión de seguir la línea revolucionaria, las organizaciones socialistas se han ido dedicando a la preparación del movimiento – en la que tuvo gran importancia la presencia de numerosos jóvenes – y a buscar aliados en otros partidos y sindicatos obreros. Tras la huelga de junio del campo, se constata la necesidad de potenciar las Alianzas Obreras de defensa contra la amenaza fascista, como resortes de acción revolucionaria. Una vez superadas ciertas reticencias previas, el PCE acepta su entrada en ellas antes de que, en octubre, con la entrada de la CEDA en el gobierno, todo el mundo viese en ello el detonante del movimiento revolucionario en todo el país, dando paso a las huelgas generales previas. La verdad es que las Alianzas no tuvieron éxito, pues estaban mal organizadas, fragmentadas y sin estrategia global, salvo en Asturias y el alto León. La primera de ellas funcionó porque respondió a una especial y excepcional Alianza Revolucionaria entre las dos grandes centrales sindicales y no siguió las consignas de prudencia procedentes de Madrid, aunque la disposición de dinamita minera y los arsenales obreros de las fábricas de Trubia y Oviedo algo tendrían también que ver en el éxito de su organización. En Cataluña, el presidente de la Generalitat, Companys, proclamó el Estado Catalán dentro de la República Federal Española, hasta que a los tres días fracasó el intento. Tras los 15 días de resistencia asturiana y una feroz represión del ejército en todo el país, se conoció el saldo de unos 1.200 muertos, 10.000 heridos e innumerables detenciones.

Tras la difícil situación en que queda la organización socialista después del fracaso y la dura represión de la revolución de octubre, se le ofrecen dos caminos: la unidad de acción con los comunistas o el regreso a la coalición con los republicanos. Habida cuenta de que Caballero desde la cárcel, insistía en negar su participación en los hechos y renunciaba la defensa política de sus objetivos, mientras que Prieto desde Francia, y sus seguidores asturianos se convirtieron en apologetas de la revolución, que presentaron como defensa de la democracia y la legalidad republicana contra el fascismo, tomó ventaja al segundo camino. Esto dio alas a Prieto, quien vio la posibilidad de convertirse en líder de toda la organización, dando lugar a la más honda división interna desde la escisión comunista, entre las tres corrientes principales del socialismo español – reformistas, centristas e izquierdistas –, en medio de una amplio panorama tanto de odios personales como de divergencias políticas.

El hundimiento de Lerroux hizo inevitable la convocatoria electoral, recibiendo los socialistas la propuesta previa por parte de Azaña – preparada de acuerdo con Prieto – de formar una coalición con los republicanos. Caballero la aceptaba añadiendo la condición de incluir a otros partidos y sindicatos obreros como el PCE, la CGTU o las Juventudes Socialistas, lo que supuso el rechazo azañista. Así las cosas, la habilidad de Prieto consigue que el comité nacional apruebe la vieja propuesta de someter la minoría parlamentaria a los órganos directivos del partido, lo que provoca – esta vez sí – la dimisión de Caballero. La unidad de dirección de partido y sindicato, conseguida en enero de 1934, queda rota en diciembre de 1935. Mientras el PSOE pasó a ser dirigido por la facción centrista, la UGT quedó en manos de la izquierdista, actuando de hecho como otro partido político. No obstante, el proceso previo de la discusión del programa, confección de las listas y la propia campaña, obligaría a ambos sectores a acercar sus posiciones, al menos momentáneamente.

La corta victoria del Frente Popular de febrero de 1936 – 263 escaños, frente a los 210 de la derecha y el centro – volvió a crear expectativas de cambio. Pero la izquierda del partido se mantuvo firme en sus tesis de rechazar su participación en cualquier gobierno con los republicanos, proponiendo en cambio una completa fusión con las organizaciones comunista y cenetista. El rechazo frontal de los prietistas, que ahora dirigían el partido, lo imposibilitó en su totalidad, pero no pudiendo impedir que la unificación se llevase a cabo entre ambos partidos catalanes, así como en el campo sindical y juvenil. Por otra parte, el escepticismo de los anarquistas y sus duras condiciones para su fusión hicieron imposible este segundo proceso. Orgánicamente, Caballero y sus seguidores se hicieron con la ejecutiva de la Agrupación madrileña, desde la que atacaban a la dirección nacional, que continuaba pretendiendo volver al gobierno de la República, a lo que se negó tanto la UGT como el propio grupo parlamentario. De esta manera, en la primavera de 1936 la organización socialista había llegado al punto más agudo de su fragmentación: Caballero esperaba el desgaste republicano, mientras que Prieto no podía colaborar para evitarlo. Ante esta tesitura, el comité nacional, favorable a éste, decide convocar elecciones para cubrir los cargos vacantes de la ejecutiva, proponiendo ya una candidatura, previa a la celebración del correspondiente Congreso.

Pero, al mismo tiempo, se produjo en esa primavera un gran incremento de la violencia social en el país, con gran influencia campesina, lo que llenó de terror a empresarios y propietarios, a pesar de que estas huelgas pedían la aplicación de las leyes caballeristas, pues no eran revolucionarias, a pesar de la ocupación de las fincas. Los Ayuntamientos vuelven a los antiguos titulares elegidos, con exigencias populares de castigo a los caciques y bandas patronales. El gran enconamiento del mundo rural produce ajustes de cuentas terribles. En las ciudades, los sindicatos llevaron a cabo movilizaciones reclamando la amnistía para los condenados por los sucesos de octubre de 1934 para, una vez conseguida ésta, reclamar a los patronos la readmisión de éstos en sus puestos de trabajo. La reacción de cierta parte del ejército no se hizo esperar, aunque la agitación y anarquía reinante, que carecía de plan revolucionario alguno, no justificase un golpe de Estado. Al menos, en cuanto a su componente socio-laboral.

Dando un gran salto en su trayectoria biográfica – aunque sólo hubieran transcurrido dos años y medio, muchas cosas habían cambiado para Largo Caballero, incluido el fallecimiento, en octubre de 1935, de su querida esposa –, enlazamos con ella cuando, en el verano de 1936, y tras la resistencia al golpe militar, se produce la guerra civil.

Con un ejército sublevado avanzando en todos los frentes y sin apenas resistencia – “en el momento en que los rebeldes habían tomado Talavera y se dirigían a Toledo y Madrid” – y habida cuenta de la consabida imposibilidad de formar un gobierno de coalición con los socialistas, Azaña encarga en septiembre a Caballero – como secretario general de la Unión – la formación de uno de “unidad nacional”, con representación de todas las tendencias combatientes en favor de la República. Él mismo se reserva la cartera de Guerra, además de asumir la Presidencia, ocupando Prieto la de Marina y Aire. Dos meses más tarde, cuando la presión militar sobre Madrid aconsejó el traslado del gobierno a Valencia, consiguió, incluso, la participación de cuatro ministros cenetistas. Pero, tanto la resistencia a la conversión de las milicias populares en unidades regulares y disciplinadas, como la desunión entre las distintas fuerzas de la izquierda, debilitaron las posiciones del gobierno republicano. Las críticas comunistas a éste, así como los enfrentamientos entre distintas facciones frentepopulistas en Barcelona, en mayo de 1937, aconsejan a Azaña encargar gobierno al también socialista Juan Negrín.

La negativa de la Unión a formar parte del nuevo gobierno desencadenó la caída de las posiciones caballeristas, con pérdida de algunos de sus efectivos, hasta ser destituida la ejecutiva por el propio comité nacional del sindicato. Una importante escisión divide el sindicato, mientras el comité nacional del partido aboga ahora por la unidad con los comunistas, lo que provoca un famoso discurso de Caballero en su contra, en octubre de 1937, en el madrileño cine Pardiñas. Sigue al gobierno en su traslado de Valencia a Barcelona, mientras vive el avance del ejército rebelde, a la vez que la importante escisión que también divide al sindicato. Caballero se exilia en Francia en febrero de 1939, siendo pronto detenido por la policía de Vichy, que en 1943 lo entrega a la Gestapo, siendo internado en el campo de concentración de Orianemburg. Liberado en septiembre de 1945, muere en marzo de 1946 en una clínica parisina. Sus restos fueron inhumados en el cementerio de Père Lachaise, hasta que en abril de 1978 fueron trasladados y enterrados en el cementerio civil de Madrid.

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