“Firme”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Un paso al frente, al pie de un texto, hacia un destino nunca previsible en su plenitud. Guarecido -aunque difícilmente imaginarlo más expuesto- bajo el epígrafe del abajo firmante se despliega el espacio para la grafía que desata el vértigo de aquél que –sólo conscientemente- empuñe el cálamo. Cifrándose -en el momento en que sobre la cuerda de la disyuntiva mece su determinación- la emergente convicción de a lo que siempre compromete lo que jamás es un mero trazo.

Latente en el escrito, yace una fuerza larvada. Desplegado en red, el conjunto de resortes contenidos en su redacción aguarda a desencadenar la acción contenida. Así, la rúbrica, simple o abigarrada, desata a través del surco arado por el plumín el potencial contenido en cada palabra. Sentenciando un destino. El de aquél que la bosqueja, y el de todos a cuantos afecta el aquiescente acto. Insuflado de un hálito de irreversibilidad, el texto cobra vida.

Artificialmente constituida, la ficción administrativa de nuestra identidad adquiere -a través de la transcripción escrita de un mero ruido por el que somos apelados- aparente solvencia. Oculto tras su bosquejo se encierra la imposición de una lógica que blinda la verosímil estaticidad precisa para el asentamiento de la estructura relacional de una sociedad. Y de su dominio. Componiéndose –imponiéndose- la curiosa paradoja por la que el logro de la percepción de unidad –o adscripción individual al colectivo- pasa a través de una sostenida ficción enajenante del sujeto al serle asignado un nombre. Escindiéndole así de sí y de los demás. Pues quien firma jamás es quien dice ser. Sólo lo simula.

Ajeno cada uno de sí y todos de cada uno. La lógica burocrática vinculante obra el milagro. La creencia común que la sutil trabazón teje en torno a la permanencia de un yo y unos otros que jamás fue. Pero de la que el crédito y la confianza -burlando el tiempo y su inherente incertidumbre- surgen como ansiolítico fruto. Aplacando la consubstancial neurosis existencial humana bajo la calidez del ficticio manto de la confianza en la palabra dada. La firma. El buen nombre.

Impostados. Ceñidos con postizo atavío -que asumimos naturalmente como propia piel- transitamos el espacio que media la identidad que nos es asignada de la función y relación que nos es impuesta por obra y gracia institucional. De manera que eso que nos nombra, y el autógrafo que lo fija, ineluctablemente cristaliza la relación del sujeto en fuga con lo perenne de la palabra escrita. Anclada la relación, ésta no es ya mera expresión del sujeto durante el transitorio instante de su firma, sino la constatación de todo cuanto éste asume hacer y decir –ante sí y los demás- a partir de ese momento. Sellado el vínculo, la certeza se impone al tiempo.

Una certeza que no es sino la explícita exigencia, al sujeto en su devenir, del permanente retorno sobre sus pasos. Atenido al firme compromiso al que lastra su firma -varado en el significado del texto un día consentido- al individuo sólo le resta asumir con zozobra el peso del nombre. Y de la acción vinculante un día a éste ligado.

Dubitativa o resuelta, la pluma empuñada sólo goza de una oportunidad para calibrar fríamente el alcance de su decisión. Acción u omisión. Palabra o silencio. Sea cual fuere, quedará su constancia o vacío indeleblemente reflejada en el ebúrneo sustrato. En aquello que el texto refrenda. En aquello que uno acaba por hacer decir de sí. En ello va el nombre. Que aún ficción es todo cuanto somos. Todo cuanto se nos dice -y permite- ser.

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