“España, en la tenaza”, por Jordi Cuevas.

Jordi Cuevas.

Jordi Cuevas es miembro del Consejo Político Nacional de AIREs.
Las imágenes de las violentas manifestaciones convocadas estos últimos días ante la sede nacional del PSOE por diversos colectivos contrarios tanto a la promulgación de una “ley de amnistía” para los encausados por delitos relacionados con el Procés independentista en Cataluña como a la investidura de Pedro Sánchez como presidente de Gobierno están evidenciando, muy gráficamente, que España se encuentra hoy atrapada en una auténtica tenaza: la tenaza que forman entre aquellos que desafiaron gravemente nuestro orden constitucional y la misma existencia de España como nación, intentando dar un golpe de Estado institucional en 2017, y quienes afirman paradójicamente defender ambas cosas enarbolando símbolos antidemocráticos y preconstitucionales como el águila imperial y la Cruz de Borgoña o entonando el Cara al Sol.

¿Cómo hemos llegado a esto? Probablemente, para entenderlo, debamos remontarnos casi hasta los orígenes de nuestra democracia, y a alguno de los defectos estructurales de nuestro orden constitucional.

El mapa político español se caracteriza, desde hace muchos años, por un bipartidismo imperfecto en el cual la dificultad de los dos principales partidos nacionales para obtener mayorías estables de gobierno les obliga, constantemente, a buscar apoyo parlamentario en partidos nacionalistas periféricos, de filosofía e intereses llamativamente alejados de la voluntad y la sensibilidad mayoritarias del conjunto de la sociedad española pero a los que sobrerrepresenta un sistema electoral injusto, teóricamente proporcional, que en la práctica beneficia exageradamente a aquellos partidos con poca representatividad a nivel nacional pero electorado muy concentrado en unas pocas provincias.

Esa cojera del sistema político español ha propiciado que, a causa de las concesiones realizadas tanto por los gobiernos del PP como por los del PSOE a nacionalistas vascos y catalanes a cambio de su apoyo parlamentario, las oligarquías nacionalistas de Cataluña y Euskadi hayan conseguido ir acaparando un poder cada vez mayor en sus respectivos territorios durante los últimos cuarenta años, hasta llegar a un virtual desmantelamiento de las estructuras del Estado en los mismos y a la imposición de una hegemonía ideológica casi absoluta (con el objetivo declarado de consolidar sendos procesos de “construcción nacional” identitarios) sobre sus respectivas sociedades.

Sucesivos hitos en esta imparable carrera de despropósitos fueron los pactos entre PSOE y CiU en 1993 (cuando Felipe González, tras afirmar que “había entendido el mensaje del electorado” que le había privado de la mayoría absoluta, despreció la oferta de un pacto de izquierdas que le ofreció Julio Anguita y prefirió ahondar en sus políticas neoliberales y antisociales con el apoyo de las derechas nacionalistas catalana y vasca), los Pactos del Majestic entre José María Aznar y Jordi Pujol en 1996 (con los que culminó la completa transferencia a la Generalitat de todas las competencias en materia lingüística y educativa y se consagró el actual sistema de casi completa exclusión del castellano de la escuela catalana, que contó con la absoluta pasividad del PP en aquellos momentos), o los acuerdos entre Zapatero y ERC en 2004, en los que se comprometía a apoyar una futura reforma del Estatut (la de 2006) que en Cataluña casi nadie demandaba y de la que el TC acabó tumbando varios artículos por anticonstitucionales en 2010 (momento simbólico del que muchos hacen arrancar la supuesta desafección que acabaría desembocando, según ellos, en el Procés Sobiranista en Cataluña).

Sin embargo, esta dinámica desbocada acaba finalmente rompiéndose (y entra a la vez en una nueva fase) a partir de la crisis económica mundial causada por la quiebra de Lehman Brothers en 2008, la imposición por parte de las instituciones económicas internacionales de drásticas medidas de desmantelamiento del Estado del Bienestar a los países del sur de Europa en 2011, y el consiguiente estallido social del movimiento de los Indignados, o  15-M, que fue especialmente virulento en Cataluña a causa de los durísimos recortes impuestos por el gobierno autonómico catalán (por si hiciese falta decirlo, nacionalista y de derechas) en materias tan sensibles como Sanidad, Educación o Servicios Sociales.

Frente a la durísima contestación a sus políticas antisociales, la estrategia adoptada a partir de 2012 por el Govern catalanista-conservador de Artur Mas fue la de echar balones fuera culpando “al Estado” de la crisis y los recortes y, a la vez, la de radicalizar y crispar el discurso del nacionalismo catalán (hasta entonces considerado por el stablishment político español como “pragmático y moderado”, porque se le permitían todas las tropelías imaginables a cambio de sostener en Madrid a gobiernos débiles e inestables). Para ello, la derecha nacionalista de CiU decidió adoptar como propias las tesis sobre el “expolio fiscal” acuñadas por el radicalismo nacionalista pequeñoburgués de ERC, y difundir a los cuatro vientos la demagógica proclama del “Espanya ens roba”.

Y, tras fracasar sus intentos negociadores con el Gobierno Rajoy para conseguir el traspaso a la Generalitat del 100% de los impuestos recaudados en Cataluña (mediante el “Pacte Fiscal” para disponer de “Hisenda pròpia”) y de la totalidad de las competencias en materia judicial (para evitar que el Tribunal Supremo o la Audiencia Nacional pudiesen acabar juzgando tanto los cuantiosos delitos fiscales del Clan Pujol como los graves casos de corrupción que empezaban a airearse de la cúpula de Convergència), la gran manifestación independentista del 11 de septiembre de 2012, que llenó de estelades el Passeig de Gràcia, constituyó el auténtico pistoletazo de salida del Procés Sobiranista¸ que culminaría finalmente en el intento de golpe de Estado institucional de septiembre y octubre 2017 y los posteriores y graves desórdenes públicos protagonizados por los CDRs en octubre de 2019.

Es en este contexto en el que tiene lugar la que, probablemente, haya sido la mayor oportunidad perdida para la regeneración democrática del sistema político español, tras las elecciones de abril de 2019 en las que la aritmética parlamentaria podría haber hecho posible un Gobierno progresista de coalición entre PSOE y Ciudadanos que no sólo no habría necesitado del apoyo de ninguna fuerza nacionalista ni independentista sino que podría haber empezado a poner coto a las desaforadas pretensiones de las mismas. Sin embargo, la incapacidad de Pedro Sánchez y de Albert Rivera para llegar a ningún acuerdo forzó la repetición de las elecciones en noviembre del mismo año.

En las elecciones de noviembre de 2019 tiene lugar el arranque próximo de la actual situación de polarización y crispación extremas de la política española, a causa de diversos fenómenos entrelazados:

Por una parte, en ellas comienza el imparable declive de la fugaz estrella de Albert Rivera y de Ciudadanos (hoy prácticamente desaparecidos) y correlativo ascenso de la mucho más tenebrosa de Santiago Abascal, que consigue situar a VOX como tercera fuerza parlamentaria después de 40 años de ausencia de la ultraderecha de las Cortes españolas. (El último diputado elegido por una formación de ultraderecha había sido Blas Piñar en 1979, con un único escaño para la coalición Unión Nacional, en la que estaba integrado su partido Fuerza Nueva.)

Por otra, se retoma la dinámica de dependencia del Gobierno de la Nación de fuerzas nacionalistas y/o independentistas, al hacerse depender la investidura de Pedro Sánchez de los votos de ERC y de Bildu; con el agravante, en esta ocasión, de introducir en el propio Consejo de Ministros un auténtico Caballo de Troya del independentismo de la mano de la demagogia populista de Podemos. (Consecuencias de esta dependencia renovada y ampliada de los independentistas fueron, entre otras, la concesión de los indultos a los condenados por los delitos relacionados con el Procés, en 2021, y la negativa del Gobierno a solicitar la ejecución forzosa de las resoluciones judiciales del TS y del TSJ de Cataluña que obligaban a impartir un 25% de las clases en castellano en las escuelas de Cataluña.)

Es así como llegamos a la (de momento) última vuelta de tuerca del esperpento en el que se ha convertido la política española, con las elecciones generales de julio de 2023, en las que la situación de extrema inestabilidad y polarización que ya protagonizaron la legislatura anterior se agravan al hacerse depender la investidura de Sánchez de los 7 diputados de JxC (último avatar radicalizado y definitivamente echado al monte de la antigua Convergència), lo cual ha obligado al PSOE a ir un paso más allá de los indultos del 2021, formalizando en el Congreso una proposición de Ley de amnistía que borraría (y no sólo perdonaría) todos los delitos cometidos por el golpismo independentista entre 2012 y 2019, y la promesa explícita de los independentistas (lejos del arrepentimiento o del ánimo de enmienda) de perseverar en sus arremetidas disgregadoras contra el Estado en cuanto tengan ocasión para ello.

Por supuesto, el descontento y la desazón por las desaforadas concesiones de Pedro Sánchez a los responsables del intento de golpe de estado institucional de 2017 no son patrimonio en absoluto de la derecha ni mucho menos aún de la extrema derecha, sino que abarcan transversalmente a una gran parte de la sociedad española. Pero, ante la ausencia de una izquierda capaz de articular un proyecto de país que no dependa de las exigencias de quienes enarbolan la insolidaridad y la división por bandera, sí han sido amplísimamente patrimonializados por dichas derecha y extrema derecha ultramontanas.

La irresponsabilidad y la falta de sentido de Estado por parte de la casta de políticos que actualmente ocupan las instituciones políticas en España (tanto de los que se denominan de centroderecha, que cada vez se alejan más del centro, como de los que se autodenominan de izquierda, a pesar de alejarse cada vez más de valores de la izquierda como la igualdad, la solidaridad, y la unión de las clases trabajadoras por encima de idiomas, creencias y fronteras) hace cada vez más necesaria una auténtica renovación del mapa político de nuestro país, tanto a uno como al otro lado del eje ideológico derecha-izquierda.

Necesitaríamos, para salir de la actual situación de bloqueo, inestabilidad y polarización, a unas nuevas derecha e izquierda capaces de establecer un doble cordón sanitario, tanto frente al golpismo nacionalsecesionista que ignora y desacata abiertamente al orden constitucional vigente, como frente al populismo reaccionario de extrema derecha que afirma cínicamente defender la Constitución Española de 1978 pero al mismo tiempo ataca, uno por uno, todos los valores democráticos que la inspiran y las libertades y derechos sociales que se han conquistado con su amparo. Y que fuesen capaces, en consecuencia, de establecer grandes acuerdos de Estado en los que antepusieran los intereses generales de la sociedad española a sus intereses particulares y mezquinos de partido.

Pero esa necesaria renovación del mapa político español parece, de momento, desalentadoramente lejana.

Tras el estrepitoso fracaso del decepcionante experimento de Ciudadanos, ignoro si alguien todavía, dentro o fuera del PP, será capaz de contrarrestar las fuerzas de succión combinadas de la herencia sociológica del franquismo (que siempre ha lastrado a la derecha española, desde los tiempos de Fraga) y de las nuevas corrientes del populismo neoliberal, ultraconservador y autoritario que tan amenazadoramente están avanzando por todo el mundo, de Estados Unidos a Hungría o Italia, pasando por Argentina.

Y, en la izquierda, creo que todavía nos quedará una larga marcha por el desierto hasta que las voces críticas que ahora intentamos hacernos oír, sea desde el interior del PSOE o de Izquierda Unida, o sea desde nuevas formaciones como AIREs o los diversos grupos integrados en el Polo de la Izquierda, podamos vencer la inercia de décadas de subalternización al proyecto disgregador de unos nacionalismos periféricos, erróneamente identificados como “progresistas”, cuando en realidad, los valores que defienden (división, insolidaridad, identitarismo excluyente) son profundamente reaccionarios.

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