“¡Es la lingüística, estúpido!”, por Carlos Mª Bru Purón.

Carlos Mª Bru Purón.

Quizá sea ya inútil, pero hay que insistir en el daño que al hacer –y al quehacer- social y político producen las desviaciones, cuando no disparates, lingüísticos.

Retengamos tres ejemplos añejos pero de persistente actualidad.

1.- Referendum ¿de qué? Políticos y analistas de todo pelaje, la propia Sentencia del  Supremo 459/2019,  y cada quisque al referirse a ello, llaman “referendum” a lo que es ejemplo de consulta vinculante (para los proponentes, no para la gramática ni para la Ley), la intentada el 1/X/2017.

Cuando se plantea un Sí o un No a una pregunta de carácter univocabular y respuesta binaria (ejs., “Monarquía vs. República, leave vs. remain, “autonomía vs. independencia”, etc.), nada se  está refrendando, al votante le corresponderá –si puede y quiere- concebir el cúmulo de significados contenido en cada palabra alternante. Dado que ese cúmulo es inabarcable, dado que su recíproca localización se sitúa en los extremos, tales consultas vinculantes se convierten en  plebiscitos de baja calaña, la de la requerida respuesta (scitum) convertida en obediencia o desahogo, la del requerido rebajado a plebe (plebs), prisionero del falso dialogue entre la foule en son chef que Denguin denunció.

La “barbaridad” (mosso Trapero dixit) o “paripé” (ex Ministro Zoido idem) del 1/X responde, aparte manifiestas ilegalidad e ilegitimidad del caso concreto, a ese tipo de  consulta  binaria, “demasiado simple para sociedades complejas y demasiado complejas para la ciudadanía” (Innerarity) propulsora del “voto-falacia” diagnosticado por Flores d’Arcais.

Mientras que en todo referendo (¿por qué mantener el latín, y después violarlo con el plural “referendums”) se exige que la consulta vaya precedida de un texto articulado (comprensivo de una Ley, un Acuerdo, un programa), cuya entrada o no en vigor depende del voto mayoritario o reforzado de los ciudadanos.

Si retomamos nuestro más grave -pero, como todo en política, reparable- conflicto, la ratificación por los votantes catalanes en 2006 de un Estatut previamente aprobado –con recortes- por las Cortes Generales, fue un modelo del referendo que se prodiga a varios niveles –desde el local al supranacional europeo- con mayor o menor éxito, pero siempre con legitimidad democrática.

Que la tuvo al ser confirmado por el Tribunal Constitucional  en su Sentencia de 2010, pero que producto de aquellas estridentes campaña e interposición de Recurso por el Partido Popular, de recortes injustos del Tribunal tales la denegación para Cataluña del término “nación” consentido al Estatuto andaluz, se batió un record independentista: del 14,9% en 2006 al 46,4% en 2017.

Hoy, en difícil pero imprescindible vía de diálogo y negociación del Estado con el catalanismo, no cabe otro resultado aceptable que el manifiesto en acuerdos que a su vez se refrenden con el voto; como gráficamente sintetizó el PSC en 2017: “no se trata, pues, de pactar una votación, sino de votar un acuerdo”

2.- Ello trae a otra incorreción lingüística permanente: “nación”. ¿Es realidad o simple percepción? Duda irresoluble, atinente a esos “dioses útiles” de que habla Álvarez Junco y cuyo significado depende de la intención del emitente porque – dice Y. Hariri-  son “realidades inter-subjetivas”. Y sin llegar al enajenado que, según M. Vicent, se declaraba “nación a sí mismo”, o las –por mí- calificadas “familias parentales con bandera e himno”, conscientes –otra vez Hariri- que “conocerse personalmente 80 millones de alemanes parece arduo”…. todo ello muestra la aleatoriedad del término. Lo que –asentándose en lo más cultural, primordialmente la lengua autóctona- , permite, dentro de un contexto federal, la plurinacionalidad dentro del Estado.

La intención de limar controversias o calmar temores no justifica la torpe habla. Y en eso incurrieron los redactores de nuestra Constitución cuando en su artículo 2 alinearon “nacionalidades” y “regiones”. La primera de las palabras, sustituta de “naciones”, se adoptó –como confesó el Ponente constitucional Cisneros- “por razones de prudencia”. Prudente o imprudentemente, se cometió una tergiversación lingüística, convertir en ente territorial lo que es condición de la persona, análoga a “vecindad”, “filiación”, etc. Parlamentarios de Alianza Popular, consecuentes, rechazaron el vocablo por engañoso (eso sí, ahora lo defienden a capa y espada: constantes del conservadurismo). Julián Marías lo calificó de “concesión a una moda recientísima, imprecisa, impuesta por periodistas y políticos que acaso no saben muy bien de qué hablan”.

Como prueba del disparate, seamos congruentes: ¿diremos “nacionalidades y regionalidades”?

Y aunque desde 1979 la Academia Española intenta remediarlo equiparando “nacionalidad” a un tipo de “Comunidad Autónoma”, poco favor hace, no ya a  la política, simplemente al saber.

3.- Vayamos con la tercera: “populismo”. Se ha hecho constante el talante peyorativo con que voces, papel impreso y pantallas machacan ese vocablo, acercándole semánticamente a demagogia, así  mapeado en la degeneración política.

Cabría preguntarse si la politeia ateniense y la vaticana “Populorum Progressio”, justamente alabadas, no asientan ambas en una raíz lingüística común, la πολυς, el “mucho” que Barcia recogió en su Diccionario etimológico, que Tito Livio concretizó  políticamente  como “pueblo romano, salvo el Senado” (identificó “populus” con “demos”), que, en nuestros días, parece no avergonzar a los partidos políticos que se apellidan “populares”: el segundo en votos de España hoy y  el mayor Grupo parlamentario europeo.

Pero no, estamos en tachar toda intelección o acción de populistas, y así anatematizarlas.

Procede, no obstante, medir las palabras y con ello pacificar el uso beligerante del vocablo, “¡populismo!”. Nadie como Th. Piketty se ha desenganchado de la corriente. En recientes páginas confiesa: “He evitado todo lo posible recurrir (…) a la noción de populismo (…), este concepto no permite analizar con corrección los conflictos políticos e ideológicos (…). La noción de populismo, tal como se utiliza en el debate público, en ocasiones hasta la saciedad, a menudo equivale a mezclar todo en una especie de sopa indigesta”.

Mientras hay otras auténticas deformaciones de la conciencia colectiva, o si se quiere, popular, que tienen su particular denominación y cobran su exacta definición en análisis doctrinales y  empíricos. Así, “fanatismo”, “tribalismo”, o esa “retrotopía” que Z. Bauman denunció, así todas esas “fobias” cuyos varios prefijos muestran la multiplicidad de destinatarios a quienes dedicar nuestros peores instintos.

Y la acomodación a esos reprobables comportamientos halla su manifestación semántica en la bien conocida, siempre condenable, “demagogia”.

¿Por qué darle ese cariz a un populismo que, como mucho, significa – Eva Perón lo intuyó- “estar cerca”?

Si otro político ¿populista?, Clinton, interpeló al “estúpido” amiguete aclarándole como son las cosas, interpelemos nosotros a los respectivos para que las llamen por su nombre.

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