En blanco y negro

Mari Ángeles Solís del Río.

Por Mari Ángeles Solís del Río · @mangelessolis1.
El pueblo apenas lo formaban tres calles y dos plazas. Bueno… y la calle que subía al castillo. La plaza de la iglesia y la plaza del Ayuntamiento. La calle que iba a dar al Ayuntamiento y al mercado. La calle que iba a dar a la Iglesia y al casino. Y la calle que iba a dar al castillo y al cementerio.
No había parques. Los chiquillos jugaban en torno a una fuente que redondeaba el acceso a una de las calles. Con muchos resquicios y mucha alma empedrada. Las mujeres paseaban a diario la del mercado. Y recortaban cada esquina como borrando labores a esas hijas que nunca se casan. Los hombres, siempre, iban a la taberna. Ya por la noche, cuando los niños dormían y las mujeres envolvían los hogares con olores de huerta provinciana.
“Sírvete tres chatos, Mariano”, y hablaban de tierras, de República y de don Miguel, el abogado. Al rato solía entrar don Ramón, el cura, que se excluía en una esquina mirando, con un aire de envidia cariñosa, a los demás, hasta que llegaba algún labrador que siempre estaba atento, y le invitaba a unirse a la reunión.
La humedad de la barra se mezclaba con la piel de tantas manos curtidas y rotas a base de trabajar la tierra. Era, tal vez entonces, cuando entraba don Manuel, el médico y todos le hacían un corro por si, aquel pobre médico pueblerino, había encontrado el remedio para el dolor de sus espaldas encorvadas.
Y, cuando ya la noche se alargaba, la puerta daba paso a don Ángel, el maestro, y a don Fernando, el alcalde. Iban siempre juntos, se les podía ver por cada plaza, hablando de la mejor forma de colocar los bancos a la sombra, para los viejos. O comprobando la calidad del agua de la fuente y si salía fresquita para que los chiquillos bebieran. Cuando éstos veían acercarse al maestro, se zambullían en estampida para olvidar por un ratito más los números y el abecedario, y disfrutar un rato más de juego.
Y era sencilla aquella felicidad, de plazas soleadas y viejos buscando sombra. De niños jugando y mujeres de negro que corrían los visillos. De viejas que no perdonaban su misa diaria. De hombres reunidos que tras un chato de vino se olvidaban del “don» y se trataban de igual a igual, ya pasasen el día arando la tierra o delante de un escritorio leyendo libros. Por eso, en sus tertulias, al hablar de política, se endulzaban sus labios pronunciando República.
La calle del cementerio era triste y polvorienta. En un cruce de caminos había un empalme que dirigía los pasos al cuartel. Si parabas por allí, desde un montículo se podían ver las huertas, aquellas tierras que eran de alguien sin rostro, pero que todos las labraban con amor… se veía todo desde el cuartel.
El pueblo apenas lo formaban tres calles y dos plazas. Bueno… y la calle que subía al castillo. La plaza de la Iglesia y la plaza del Ayuntamiento. La calle que iba a dar al Ayuntamiento y al mercado. La calle que iba a dar a la Iglesia y al casino. Y una noche en el casino se atrevieron con una copla… entre chatos de vino alguien acarició las cuerdas de una guitarra y se escuchó: “… no das los buenos días, si el caballo renqueara…”. Silencio absoluto. Un coche salió a toda prisa del cuartel, para anunciar, en la plaza, la llegada de alguien…
(Continuará…)

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