En blanco y negro (II)

Mari Ángeles Solís del Río.

Por Mari Ángeles Solís del Río · @mangelessolis1.
Apenas tres calles y dos plazas… y gente buena que trabajaba de sol a sol las tierras de alguien sin rostro.
Se avecinaba una noche larga. Se oían murmullos por las esquinas que siempre estaban vacías. Polvo en el camino del cuartel. El cielo empezó a tomar un color extraño, un color ensangrentado que quitaba protagonismo a la luna, porque aquella noche de luna llena, no era luna de pergamino, como le cantó algún poeta… era noche de tristeza.
La puerta del casino se abrió bruscamente. La guitarra calló… la voz enmudeció… las cartas cayeron de las manos de quienes jugaban su partida alegremente… los vasos de vino temblaban en las manos rasgadas de los hombres buenos del campo… hasta que cayó el chato de vino del alcalde… en el suelo, parecía un charco de sangre en el que brillaban los trocitos de cristal que reflejaban la tragedia, como estrellas absorbidas en un cielo color vino tinto. El cura volvió a su esquina y mesaba sus cabellos, movía los labios tal vez murmurando una oración. La sombra del guardia civil se alargaba a lo largo de la estancia y el humo del tabaco convirtió todo aquello en la entrada del infierno. Un agujero negro que quitaría luz al amanecer.
“Se acabaron las tonterías. Este maldito pueblo va a dejar de ser el pueblo sin ley. Ha vuelto don…”. Y éste sí que tenía don… a éste no se le podía tratar de igual a igual porque te jugabas el pan. El hombre sin rostro, el dueño de las tierras trabajadas por el sudor de otros, había regresado para ejercer su función de terrateniente. Primera norma: prohibido hablar de política en la taberna. Y, el valiente de Pedro, cogió la guitarra y empezó el cante: “Señor que vas a caballo y no das los buenos días. Si el caballo renqueara, otro gallo cantaría”. Entre tres hombres se llevaron a Pedro al cuartelillo, acusado de rebeldía. Y allí quedó por muchos días, entre otras cosas, porque el caballo no renqueó.
No sé fingir amor, sólo lo sé sentir. No sé odiar porque me hicieron con jirones de tiempo y ausencias para transmitir paz. Quizá por ello pueda terminar de narrar este episodio de dolor porque, cuando la sangre empieza a hervir, lo primero que se abrasa es el alma.
Al día siguiente, el don entró altivo en el Ayuntamiento y tras ridiculizar al alcalde (al que querían sus vecinos) y destrozar papeles, documentos y actas, con gesto altivo dijo con esa mirada repugnante de poder a la fuerza: “A partir de este momento, aquí mando yo”.
Los hombres ya no iban cantando al campo, porque ahora trabajaban el doble y apenas tenían para comer. Las mujeres ya no bordaban los ajuares a sus hijas, ya eran conscientes de que, cuando se oía el galope del caballo del don… había que ocultarla de sus miradas lascivas, a partir de ahora serían, por siempre, esas hijas que nunca se casan… porque ya hubo demasiados llantos de madres que vieron como ese animal las arrastraba por los caminos y las besaba asquerosamente haciendo de su juventud una paloma sucia sin alas. Creía que les pertenecían. Pero no, nadie, absolutamente nadie pertenece a nadie. ¿Tan difícil es de entender?
El cura dejó de hacer repicar las campanas, ahora doblaban… con una cadencia misteriosa con que las viejas rezaban el rosario, pidiendo a aquel dios, en que les hicieron creer, que se llevara a aquel diablo.
La fuente se quedó sin agua. Propiedad absoluta del don y no sería para limpiarse el alma. Los chiquillos se fueron haciendo mozos y se reunían en algún desván para hablar de República moribunda.
Fueron pasando meses… el hambre, el miedo… les hizo andar el camino lejos de allí. De lejos, se despidieron de sus olivares, de sus huertos… allá en el horizonte se vislumbraba la esperanza, aunque su sangre hubiese quedado atrás, en aquellas tierras tan suyas que trabajaron hasta perder el aliento.
Una madrugada, una tormenta convirtió las calles en un barrizal. Las casas estaban ya abandonadas. No había alcalde, ni maestro, ni cura, ni médico… el don se jactaba mirando a su alrededor y decía: “ja, ja, ja… todo es mío”, pero las huertas estaban secas y Mariano había cerrado el casino para irse con los demás. Les quitó todo pero no perdieron su dignidad. Él se quedó con todo pero jamás tuvo dignidad.
Y permaneció a través de los tiempos como una sombra soberbia, apagando a pedradas los faroles de las calles… solo en el pueblo vacío, todo le pertenecía pero ya nada tenía alma. Y sin alma, la vida, es una casa en ruinas. Altivo aún al lado de la fuente miraba insolente las calles vacías, altivo como quien no recuerda las vidas que clamaron a sus espaldas. Algún día llegó la república, la libertad… y las dejó pasar. Él, como una momia polvorienta junto a la fuente seca, ya medio cadáver medio monstruo, miraba a su caballo que, injusticias de esta maldita vida, seguía sin renquear. Por suerte, hubo un día, en que el tiempo puso todo en su lugar y, tras años de silencio, floreció la verdad.
-En homenaje a Otíñar, un pueblo con amo. Y en agradecimiento a los investigadores que han sacado, a la luz, la verdad.

1 thoughts on “En blanco y negro (II)”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *