“El silencio asesino», por Mari Ángeles Solís

“Está muerto. Hay que sacarlo cuanto antes». La mujer se acarició el vientre con la impotencia y el horror de saber que nunca podría abrazar a su hijo. Mientras, la indiferencia del médico, que tenía aquella situación por ‘normal’, no se estremecía al comunicar una desgracia de tal magnitud. Ella tenía ganas de llorar pero se contuvo al ser testigo de tanta frialdad. Además, estaba sola…
Minutos después, llegó una enfermera para acompañarla a una blanca y fría habitación del hospital. La intervendrían ese mismo día para sacarle a su hijo de las entrañas y tenía miedo al vacío que sentiría después en su cuerpo. Un vacío que ya estaba empezando a sentir en su alma.
Anestesiada durante la operación, empezó a pensar en él, en aquel hombre al que tanto quiso. Tal vez, debió contárselo, pero no. Habría sido un error. Todo el amor que había mostrado por ella, se fue tornando en indiferencia. Y, después de aquella noche de amor, la distancia entre ellos se agrandaba porque él tenía esa debilidad de ir de ‘flor en flor’. Mujeres y mujeres pasaban por su vida, casi sin parpadear. Aún así, ella seguía allí, viviendo una situación paralela porque para él era sólo un tono gris. Ni siquiera veía a ese mudo testigo que, desde esa cercana distancia, le seguía amando en silencio, aunque hubiese sido para él ‘una noche más’, sin más.
Salió del hospital absolutamente rota. Y decidió comenzar de nuevo, crear una vida con el vacío que había dejado en su alma aquel hijo que nunca nació. Así comenzó todo. Un lugar nuevo. Una casa nueva. El vacío disfrazado. Un amigo nuevo: un perrito chiquito que le regaló una amiga en algún cumpleaños con hojas secas. Y, como lastre, un muñeco que llevaba siempre consigo, porque era recuerdo de aquel hijo que nunca nació.
Tuvieron que pasar años para que él la buscara de nuevo. Años tuvieron que pasar para que aquel hombre se aburriera de aquel ajetreo de ir de mujer en mujer. Y se plantó ante ella, llamando a su puerta como si nada. Porque quería estar allí, con ella, acaso pasado el tiempo supo apreciar su amor. Sin embargo, ella ya era distinta. Bajo sus labios sellados estaba el secreto de aquel hijo de ambos que nunca nació. Aquel hijo del que él nunca supo nada, ni siquiera que ‘pudo existir’. Pero, a pesar de todo, aceptó y le abrió su puerta.
Allí se quedó, invadiendo su espacio pero negándole su tiempo. Siempre estaba ocupado, de un lado a otro. Y, al volver a casa, se tiraba en el sofá como si perdiese la vida en ello. Ella observaba… apenas podía hacer más. Se sentía una figura ridícula que miraba la escena desde una esquina. Le había robado la paz. Ella estaba tranquila, siempre arrastrando el muñeco y con la alegre compañía del perrito chiquito, Crispi, al que se abrazaba cuando volvía a encontrarse sin salidas.
Uno de los días que él llegó, entraba furioso. Ajeno a la situación, Crispi salió a saludar, dando saltitos, como siempre. Él, con su arrebato rabioso que le crecía entre prepotencia, le dio una patada al pobre animal, estampándolo contra la pared. Ella acudió, cogía a Crispi mientras sangraba y gemía. Y aquel hombre, que ni siquiera supo que pudo ser el padre de su hijo, rompió a reír. Se burlaba de todo lo que ella amaba.
Crispi no se pudo salvar del golpe. Ella dejó su cuerpecito en la clínica. Luego volvió a casa, pensando otra vez en su eterno vacío. Desde que perdió a aquel hijo, sabía que siempre la acompañaría. El amor por aquel hombre no podía curarle sus heridas porque siempre estaría por delante aquella indiferencia de cuando la dejó sola.
Entró en casa y le vio, como siempre, tumbado en el sofá. Ni siquiera le preguntó por el pobre animalito. Es más, hasta la miró con desprecio. Y a ella le ardía por dentro el recuerdo de aquel hijo. Esperó que se quedara dormido, mientras acariciaba el muñeco. Entonces, se levantó despacio hacia la cocina y, en silencio, le observó desde lejos, desde la otra habitación. Convencida, abrió la llave del gas. Él seguía durmiendo. Ella salió por la puerta y cerró con llave. Fuera, mirando la entrada, empezó a fumarse un cigarro, apurando hasta el final. Cuando terminó, tiró la colilla, aún humeante, al escalón…
Y, mientras se alejaba por la calle, mientras su figura se iba empequeñeciendo agarrando con fuerza al muñeco, las llamas empezaron a salir por las ventanas de su casa, tras una fuerte explosión. Pero siguió caminando, a pesar de los gritos que se escuchaban. Siguió caminando, pensando solo en el futuro, en su vacío y en su soledad. Siguió caminando. Y no miró atrás.
“Está muerto. Hay que sacarlo cuanto antes», retumbaba en sus oídos.

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