“El laberinto”, por Mari Ángeles Solís.

Mari Ángeles Solís del Río.

Mientras los tentáculos de las ramas formaban arcos en el camino, se vislumbraban algunos pequeños rayos de luz que se colaban. Sigilosamente… intentando adornar aquella sombra que solo transmitía soledad. La frondosidad de los árboles engañaba mostrando un sendero hermoso, a la vez que ocultaba que, unos pasos hacia adelante, se encontraba el laberinto.

Muchos hablaban de aquel lugar, pero pocos se atrevían a contar lo que podría hallarse al finalizar aquel tenebroso camino. Un camino que se disfrazaba de hermosura pero que ocultaba en su interior únicamente un inmenso engaño.

Recuerdo que, justo al abordar el primer arbusto, reverdecido por las lluvias de la primavera, me fijé en aquella piedra inmóvil y terca que obstaculizada una parte del sendero. Mis ansias por entrar en aquel lugar, empezaron a decaer porque escuché el trino de los pájaros como si fuese un eco. Intenté buscarles pero sin encontrar respuesta. Los aleteos desesperados se colaron en mis oídos con una sensación de la singular angustia de alguien que necesita escapar. Como si a alguien le faltase el aire, le faltase la libertad…

Y me senté en aquella piedra tosca que parecía querer gritar. Un hálito silencioso se posó sobre mis hombros en señal de abrazo, como una protección que yo no había pedido, pero que llegaba hasta mí como una extraña ofrenda, como un don que se me otorgaba.

Los pensamientos se entremezclaron en aquellos instantes. Miraba el camino recordando a todos los que pasaron por él y jamás volvieron. El secreto tenía que ser descubierto, alguien tendría que alcanzar la verdad para gritarla al mundo. Pero el serpenteante camino se tornaba en laberinto y la hazaña se convertía en un juego ilusorio. Aunque, acaso, en el centro de todo, solo había engaño, era una opción…

Puede que fuesen minutos, horas, días, meses o años… pero el tiempo pasó mientras yo me mantenía detenida, abrazada a la piedra, sin saber hacia dónde era correcto dirigir la mirada. Hasta que… sí, desperté. Me levanté, cargada de valentía, con una fuerza extraña que nacía de mí misma. Y, mis pies se movieron, empezaron a caminar, a deslizarse por las hierbas. Así seguí, avanzando, avanzando más y más, hasta allí… hasta allí… hasta el principio del laberinto. No fue cobardía… fue valentía. Fui, con fuerza, hasta allí, hasta el principio del camino y decidí dejar atrás el laberinto. Le di la espalda a aquel lugar y fui en busca de mi camino, ese camino en el que no hubiese nada que interpretar, el camino donde los pájaros volaran libres y no hubiese sombras. El camino de mi felicidad.

Alguna vez que otra he oído hablar de aquel laberinto. Todos creen estar en posesión de la verdad. Yo les escucho y sonrío levemente… sonrío levemente, de forma breve, tal vez con cierta ironía porque ¿qué más me da?. Todas las sombras quedaron atrás. Tal vez fue lo que me susurró la piedra o fue un capricho del destino, pero me alejé de aquel laberinto por mi propia voluntad. “El corazón del engaño puede que siga intacto”, he pensado muchas veces. Sabiendo que, en el fondo, el secreto del laberinto, no me importa ya.

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