El futuro del sindicalismo español

Miguel Córdoba

Por Miguel Córdoba, profesor de Economía.
A veces es difícil abordar temas en los que, sea cual sea la opinión que uno tenga, sabe que va a ser políticamente incorrecto. Sin embargo, si alguien puede tratar un tema espinoso es precisamente alguien que no está involucrado en el mismo, y que puede ver el bosque desde arriba en su globalidad, en lugar de estar regateando entre los cipreses. A ello vamos.
Si hay algo que caracteriza a la sociedad del siglo XXI es la velocidad a la que evoluciona, y no sólo en el terreno tecnológico, sino en los aspectos que configuran el modelo de sociedad. La lucha de los sindicalistas españoles en el tardofranquismo fue épica y merecería que se enfatizara bastante más de lo que se ha hecho. Después vino la Transición, y el gran logro de que se promulgase el Estatuto de los Trabajadores en el año 1980. Los derechos básicos de los trabajadores quedaron por fin recogidos en un documento publicado en el BOE y los sindicatos españoles se convirtieron en entidades que eran capaces de hacer temblar a los sucesivos gobiernos simplemente con una amenaza de huelga general.
Los sindicatos “de clase” vivieron su época dorada en los años ochenta y noventa. España todavía tenía un 35% de su PIB procedente del sector industrial, y eran pocas las decisiones políticas importantes que se tomaban en las que no se tuviera en cuenta la opinión de los dirigentes de CCOO y UGT. Pero, hete ahí, que los sindicatos dejaron un poco aparte sus ideales primigenios (la defensa de los derechos de los trabajadores) y empezaron a pensar en sacar rentabilidad a su privilegiada posición en la sociedad española, obtenida a pesar de que los niveles de afiliación eran realmente bajos, y siempre por debajo del 20% de la población ocupada.
Primero fue la cooperativa de viviendas PSV, promovida por UGT, que en la primera mitad de los años noventa dejó 20.000 afectados, con un agujero de miles de millones de las antiguas pesetas. Después fueron las cajas de ahorros, donde personas de ambos sindicatos figuraban en los consejos de administración, tanto de las cajas como de algunas de sus filiales, y recibían cantidades muy importantes de dinero en concepto de dietas y de gastos con cargo a las entidades financieras (tarjetas “black” y demás). Y, por último, su impasibilidad ante el drama del tremendo nivel de desempleo que ha tenido España desde que empezó la crisis y que llegó a superar los seis millones de trabajadores hace seis años. En otros tiempos, los sindicatos “de clase” se hubieran lanzado a la yugular del gobierno cuando se aprobó la reforma laboral que permitió despedir a centenares de miles de trabajadores con una indemnización muy inferior a la que les hubiera correspondido con la legislación anterior. Y hubieran sido capaces de paralizar el país y doblegar a un presidente que, por otra parte, no tiene precisamente un carácter parecido al de Margaret Thatcher.
En los últimos años, los sindicatos han estado prácticamente fuera de las grandes manifestaciones sociales que se han producido en España (15M, pensiones, violencia de género, etc.). Han sido movimientos asamblearios o de base los que han protagonizado ese resurgir de las masas ante la falta de protagonismo de los sindicatos “de clase” españoles. Y es probablemente ese “de clase” el problema más importante de estas instituciones. Un sindicato debería constituirse con el objetivo de representar a colectivos de trabajadores para conseguir que sus derechos sean respetados por los empresarios. Y ahí la política sobra. Sindicatos profesionales como, por ejemplo, AFL-CIO en Estados Unidos tienen todo su sentido, especialmente en un país que todavía tiene un elevado volumen de empresas industriales y manufactureras. Sin embargo, en España, los sindicatos son “de clase” y están muy preocupados por la política, mientras que el país ha abandonado su pasado industrial, intensivo en mano de obra, por un presente y un futuro dominado por una economía de servicios, donde los autónomos, las microempresas y el trabajo “free lance” van a dominar completamente el panorama del mundo del trabajo en torno al año 2050.
En una situación así, enrocarse en pensar en conseguir “forzar” a la patronal a que suba los salarios, que mejore las condiciones laborales de los empleados o que garantice determinados derechos históricos, suena a los cuentos del abuelo Cebolleta. Los últimos estudios de algunas organizaciones internacionales apuntan a que desaparecerá para mediados del presente siglo casi la mitad del actual empleo por cuenta ajena a nivel mundial. Los trabajos repetitivos irán siendo sustituidos paulatinamente por robots que realizarán las labores que actualmente hacen los seres humanos, y lo harán más rápido, más barato y, probablemente, con menos errores, que los empleados actuales. Además, los robots no necesitan formar parte de un sindicato. ¿Alguien ha pensado en el número de puestos de trabajo que desaparecerán si se llega a desarrollar en los próximos años la tecnología que permitirá que los vehículos no necesiten conductor?
Ese mundo futuro, cuya imagen quieren ignorar los actuales dirigentes sindicalistas, probablemente estará formado por grandes corporaciones multinacionales, en las que trabajarán empleados con alta cualificación que, desde luego, no necesitarán que nadie les represente, puesto que serán capaces de negociar sus específicas condiciones salariales; y una pléyade de pequeñas empresas y trabajadores autónomos, que tratarán de buscar nichos en los cuales conseguir que, por mera cuestión de costes, esas grandes corporaciones prefieran subcontratar esos servicios a realizarlos por sí mismas. Y cuando haya que realizar trabajos intensivos en mano de obra, que alguno habrá, siempre les quedará Bangladesh o Vietnam para encontrar quién las haga ese trabajo a cambio de un cuenco de arroz.
Por ello, el futuro del sindicalismo español, en su actual formato, es bastante claro. Simplemente, no existe. La afiliación sindical irá desapareciendo poco a poco porque no quedará gente que se afilie. Los de alta cualificación, porque no les necesitan y harán contratos ad hoc con las empresas. Los autónomos porque tampoco les necesitan, ya que trabajan para ellos mismos y son sus propios patronos. Y los de baja cualificación, porque no son necesarios, y serán poco a poco sustituidos por robots. La fuerza de los sindicatos nace de su representatividad, de cuántos trabajadores son capaces de poner en pie de guerra, cuando se produce un conflicto con la patronal. En el futuro, los trabajadores serán un activo escaso y la afiliación sindical será prácticamente una anécdota.
Al final, los viejos sindicalistas seguirán saliendo a la calle en el uno de mayo, peinando canas y con sus banderas rojas, simplemente por volver a saludarse y decir que todavía siguen estando ahí, pero no por ello van a conseguir una presencia social que la globalización y la evolución del mercado de trabajo les negarán.

1 thoughts on “El futuro del sindicalismo español”

  1. … en las que trabajarán empleados con alta cualificación que, desde luego, no necesitarán que nadie les represente, puesto que serán capaces de negociar sus específicas condiciones salariales.

    Lamento disentir: es la unión lo que hace fuerza…. y siempre habrá idealistas conscientes de esta realidad, pero que tendrán que seguir luchando por los intereses de todos, frente al egoísmo de los súper.

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