“Dos entierros en diciembre” (I), por Eusebio Lucía Olmos.

Eusebio Lucía Olmos.

Era un domingo de invierno y, aunque lucía el sol, hacía mucho frío. Había llovido con fuerza durante toda la noche y el día había amanecido con gesto torvo, pero en cuanto se abrió la mañana comenzaron a disiparse las nubes y un helado viento norteño recordaba a los madrileños la dura época del año en que se encontraban. Los comercios estaban cerrados, como todos los días festivos, pero aquella desapacible mañana hasta los bares, cafés, tabernas y tiendas de ultramarinos tenían echados sus cierres, o lo estaban haciendo. Las calles se mostraban vacías de todo tipo de vehículos aunque estuviesen muy concurridas por grupos de personas que caminaban silenciosas en una misma dirección. Las estrechas calles laterales que confluían en otras más anchas parecían arroyos que llevaban sus aguas a un río de mayor caudal. Grupos de dos o tres personas, a veces más numerosos, pertenecientes a todas las clases sociales, caminaban presurosos hacia algún determinado lugar. Era como cuando en el buen tiempo se subía hacia la plaza de toros, pero en esta ocasión, además del frío que obligaba a llevar las manos guardadas en los bolsillos, algo se notaba muy distinto en aquel gentío. Los componentes de los grupos apenas hablaban entre ellos y una extraña tristeza se respiraba en el helado ambiente.

Algunos padres llevaban a sus hijos pequeños de la mano, forzándoles a caminar a su paso, y con las bufandas subidas hasta los ojos. La seriedad de los mayores así como la temprana hora dominical a que les habían sacado de sus hogares en tan fría mañana, tenía aún a los niños sumidos en sus naturales dudas sobre la comprensión del motivo de tan extraordinaria excursión. Antes de salir de casa, cuando sus madres les habían abrigado convenientemente para defenderles del crudo clima del diciembre madrileño, algo les había parecido entender sobre un entierro, pero ni siquiera los mayorcitos, que habían tenido ya ocasión de presenciar algún otro, recordaban que hubiera asistido a ellos tanta gente como la que aquella mañana circulaba por las calles con intención de participar en el mismo. ¡Debía de ser un gran personaje a quien se enterraba! Y así era, en efecto. El pasado miércoles día 9 de diciembre, a las seis de la tarde, había fallecido en su domicilio de la calle de Ferraz, Pablo Iglesias, el líder obrero español.

A las dos horas de la defunción, la noticia era conocida ya por todo Madrid, pues los periódicos de la noche, a punto de cerrar sus ediciones, dieron en ellas un avance de la misma. Desde primera hora de la mañana siguiente, destacados socialistas, así como múltiples personalidades de todas las tendencias políticas, se fueron acercando hasta el domicilio del difunto para dar el pésame a la viuda, mientras que las directivas de partido y sindicato formaban una comisión organizadora de los actos fúnebres. Toda la prensa nacional se hizo eco de la triste noticia, destacando la integridad, honradez y ejemplaridad del político fallecido, aunque no se coincidiera con sus ideas. Únicamente el diario católico El Debate dio la nota discordante en sus comentarios, lo que le valió la repulsa de toda la comunidad periodística y de la mayor parte de la ciudadanía. A lo largo del día, fueron recibiéndose numerosísimas notas de condolencia, telegramas de pésame y coronas de flores, que daban buena muestra del cariño que Iglesias despertaba, no sólo entre sus correligionarios sino en la gran mayoría de las personas de bien. Tras proceder a su embalsamamiento, el cadáver fue trasladado al salón pequeño de la Casa del Pueblo, donde quedó todo dispuesto para que pudiera ser honrado por cuantas personas lo deseasen, mientras que miembros de las directivas de partido, sindicato y Juventudes Socialistas establecieron turnos para su velatorio. Durante viernes y sábado, miles y miles de madrileños, así como centenares de trabajadores llegados ex profeso de provincias, dieron su último adiós al “abuelo”. La entrada se efectuaba por la puerta del teatro, en la calle de Gravina, y la salida por la principal de Piamonte. En las horas de mayor afluencia – de seis a nueve de la noche del sábado -, la cola formada comenzaba en la calle de Hortaleza para bajar por la de Gravina, seguir por la acera de los impares de la de Góngora y, tras cruzar la de Piamonte, llegar hasta la de San Lucas para, girando allí, volver otra vez a Gravina y acceder a la puerta del teatro. Más de un kilómetro de camino para rendir el último homenaje al padre del socialismo español, como hicieron más de cien mil personas durante ambos días que aguantaron impertérritos la persistente y helada lluvia que no dejó de caer.

Aquella fría mañana, yo caminaba ligero, a la vez que triste y cabizbajo, con intención de incorporarme a la fúnebre comitiva. Pero quería participar en ella marchando solo, confundido entre los miles de madrileños que, sin duda, querrían también dar su último homenaje a nuestro fundador. Eran tantos los recuerdos que la figura de Iglesias me evocaba, que quería disfrutar de ellos a solas, sin compartirlos con nadie, durante aquel largo recorrido. Por eso pensé eludir el paso por los alrededores de la calle de Barquillo, donde sabía que sería fácil encontrarme con algún conocido con quien me vería obligado a entablar una mínima conversación, prefiriendo enfilar los bulevares para llegar a la plaza de Colón por Génova, y seguir luego por Serrano hasta la Puerta de Alcalá, donde esperaría el paso del cortejo. A lo largo de todo este voluntario rodeo coincidí con numerosos grupos de personas que llevaban la misma ruta que yo pero, cuando dejé a mi derecha la plaza de Santa Bárbara, pude apreciar la riada humana que sin duda se dirigía hacia la Casa del Pueblo, de donde saldría el entierro a las diez en punto. Cuando llegué al discreto lugar desde el que tenía pensado sumarme a la masa de la manifestación, en la confluencia de la subida de la calle de Alcalá con la glorieta que conforma la plaza de la Independencia, pude comprobar que mi idea no había sido en absoluto original. Numerosos grupos de madrileños cariacontecidos, con vestimentas que denotaban su pertenencia a las más diversas clases sociales, aguardaban también allí el paso de la comitiva, que no tardo mucho en aparecer por la plaza de Cibeles. La Puerta de Alcalá constituía un especial punto estratégico para contemplar la lenta subida del fúnebre cortejo.

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