“Donde dije eres dije… int-eres”, por Marco Tulio.

Marco Tulio.

La realidad hace frente a su propia trascendencia en tanto en cuanto la contingencia es inseparable de su esencia. No es posible existir si no hay quien haga de dicha condición su facilitador, su consciente reconocimiento. Por tanto no hay nada existente sin un sentido histórico, sin una mirada externa y existencial ajena a cualquier fenómeno. Si existiera una erupción repentina de un volcán dormido hace millones de siglos, y este fenómeno fuese constatado por la trágica existencia humana, entonces se constataría un hecho que existe y por lo mismo se hace historia. El ser humano hace de catalizador subjetivo sobre la acción incontrolable de los fenómenos naturales (o que llamamos así a falta de otra identificación) y su conceptualización socio-histórica; por el contrario, si ese mismo volcán se activa y se manifiesta según las leyes de su esencia, pero no existe el testigo, el “constatador”, el extraño, entonces simplemente no ocurre nada históricamente hablando.

Los individuos de la especie humana sienten cómo su creación es su propia historia. No queriendo decir lo anterior que dicho relato sea verdad, ni siquiera que exista verosimilitud; simple y llanamente podría acercarse a todo lo contrario. Sin embargo tampoco sería capaz el frágil humano de ser leal a la mentira. Ésta, la mentira, pasa por ser una elaboración sintética de la “verdad”, debiendo así condensar en su antítesis todo un complemento que les hace a la vez (a estas dos versiones) como un solo universo. Es evidente que no hay comparación si no es posible engendrar, o lo que es lo mismo, no existe punto de referencia si solo hay naturaleza en el sentido más fenomenológico que nuestra mente pueda concebir, imaginar y re-crear artificialmente.

Así las cosas, la historia puede ser esa versión narrativa que se hace fósil en cuanto se ritualiza y se condensa, para ir bendiciendo cada futurible mediante la condena y amenaza moral y física. La creación de un sistema que se va consolidando, perfeccionando junto con la sangre que va dejando por el camino, es inmanente a cualquier solidificación de los caminos a recorrer para poder legitimar los “hechos históricos”.

Pero es bien sabido por las mentes más humildes que nada se hace historia si no existe un elemento básico para poder iniciar una tradición, ese elemento que hace que no exista posibilidad de ir por el camino de la historia construida por cada individuo, por su propia percepción arbitraria, sino que se vea compelido a ir hacia la nada por medio de lo desconocido, ese elemento es el Poder. Sobre este tópico hay que escribir largo y… !con sumo cuidado ante su evidencia!

Para conseguir saber algo sobre la configuración del poder, por el momento baste decir que no es más que un discriminador natural, un segregador primitivo y permanente en cualquier sistema vital conocido. Claro está que no es igual ese hecho constatable de discriminación, especialidad y subsunción en un lento fenómeno de la natura como lo es en las acciones humanas o animales en general.

En particular el género humano ha desarrollado patrones y protocolos muy intrincados y

crueles como para poder desentrañar sus profundas raíces contra-natura (La paradoja de lo humano tan natural como lo es su acción anti-natura).

La relación creada entre el lugar en que el poder surge y su esencia, es en sí un concepto no específico; es decir, que la realidad sobre el sentido de la supremacía y control sobre los otros individuos es, tan determinable como lo es el conocimiento del contenido de un agujero negro espacial, o sea un no lugar, un indeterminado pero evidente, una sensación que no se localiza. En palabras de Foucault comentando a Nietzsche:

“La obra representada sobre ese teatro sin lugar es siempre la misma: es aquella que indefinidamente repiten los dominadores y los dominados. Que hombres dominen a otros hombres, y es así como nace la diferenciación de los valores; que unas clases dominen a otras, y es así como nace la idea de libertad; que hombres se apropien de las cosas que necesitan para vivir, que les impongan una duración que no tienen, o que las asimilen por la fuerza -y tiene lugar el nacimiento de la lógica-. La relación de dominación tiene tanto de “relación” como el lugar en la que se ejerce tiene de no lugar”.(Foucault, Michel. “Microfísica del poder”. ed. La Piqueta. 1978.)

El poder está en el ojo de la nada pero condiciona la existencia del ser y el individuo, con lo cual, el miedo y el temor subyugará cualquier atisbo de paz, cualquier bienestar y desarrollo que no sea la búsqueda de la supuesta seguridad. Es un sentido que perpetúa la necesidad supuesta de dominación para el orden, la guerra como medio y fin, y consecuentemente la falacia surgida de dicho planteamiento como búsqueda de la vida en paz. “La regla es el placer calculado del encarnizamiento, es la sangre prometida. Ella permite relanzar sin cesar el juego de la dominación. Introduce en escena una violencia repetida meticulosamente” (Op. cit).

No hay mucho que decir al respecto de la acción del poder creado, re-creado permanentemente y luego justificado, solo baste agregar que, para que todo ello funcione en su propio caos dirigido y permanezca el mayor tiempo posible, es regado por el pegamento de la Legitimación constante.

Cuando todo el proceso se va consolidando, se reglamenta hacia su interior, solidificando cada regla y condicionamiento hasta el fondo de la “inmemorialidad”. Una ventaja de dichas construcciones es la finitud de la existencia vital, de tal manera que no hay más que repetir los mecanismos cambiando tan solo los justificantes y sus formas, variando los “principios y valores” históricos y, ejerciendo la discriminación poderosa para contrastar su necesidad y supuestos beneficios generales cada día, ya que siempre parece venir una generación nueva detrás de la que existe a cada instante, con lo cual hay que crear estructuras educativas, culturales y morales, categorías sociales y criterios diferenciales.

Si se observa desde las alturas este esquema tan humano, y se proyecta la luz sobre un momento tan especial como el actual, puede observarse cómo el instinto (si así se puede llamar a esta pulsión humana de dominar y subyugar más allá de su propia sobrevivencia) de esta especie extraña a la natura que le rodea en tanto su comportamiento social, es tan ingenuo como peligroso, tan torpe como violento y tan elemental como simple.

Las sociedades han logrado en mayor o menor medida sobrevivir a su propia natura, han sido más fuertes que otras pandemias de la tierra y no han perdido aún su posibilidad de existir. Claro que todo ello ha sido, y sigue siendo, gracias a la destrucción externa e interna de los propios seres humanos. La determinación de un enemigo externo o de un mal ajeno a sus construcciones sociales, logra aún hoy ser tan eficaz en la manipulación de la fuerza humana como en épocas primitivas. Esta humanidad es para sí misma como dormir profundamente rodeado de nitroglicerina y saber que si se hacen los movimiento elementales, no hay peligro, aunque no deja de ser un explosivo, la nitroglicerina, altamente peligroso, casi tanto como el comportamiento humano.

En medio de todo este panorama, se vive, se interactúa, se relacionan unos individuos de la especie descrita con sus congéneres, crean sus narrativas y crean sus desapariciones, logran extinguir otras especies y entornos, crean otros lugares y re-crean sus frustraciones; pero, por sobretodo, se preparan constantemente para extinguir a los otros de su especie en aras de la seguridad de todos. Como aquellos locales en donde cada cliente es constantemente vigilado, grabado, supervisado por guardas, cámaras, sensores, etc. justificándolo todo con un gran cartel que pone “Es por su seguridad”.

Pero todo este sentido humano de consolidación de poder se retroalimenta configurado por otro sentido muy poderoso: el interés, los intereses individuales que se unen entre sí a conveniencia. La palabra interés trae en su concepto toda una serie de lugares diversos: provecho, ganancia, conveniencia, lucro o beneficio en cualquier orden. El ser humano se diferencia de la naturaleza animal de la tierra en que es capaz de accionar por su propio beneficio, interés y conveniencia de manera meta-racional y no meramente instintiva. El intentar justificar dichos comportamientos en el instinto de sobrevivencia no es más que una manera de evadir la profundidad maledicente de que es capaz la humanidad. El interés puede ser de múltiples géneros, de diversos orígenes y de incomprensibles naturalezas, o simplemente de la más baja estirpe; lo cierto es que se puede considerar como origen y/o consecuencia, como legítimo y/o necesario, como natural y/o esencial.

Por ejemplificar un poco lo anterior, el interés puede deducirse como el resultado de la consolidación de un estado de poder, de una situación de discriminación y especialización relacional entre unos individuos; de tal manera que surge la auto-referencia de mantenimiento de un estado de cosas y circunstancias, para lo cual se manifiesta dicho interés y sus consecuentes acciones. Pero por otro lado, también puede justificarse el ejercicio del poder por razones de interés social, por razones de interés vital y por razones de interés de justicia; en este caso el interés es sustento de la consolidación de la especialidad de las acciones para lograr objetivos generales de la sociedad que se aplican a cada caso en particular.

Los intereses entonces se mantienen en el ADN de las acciones humanas, o al menos parece que están en la base de la relación entre los individuos. La racionalidad, mesura y ponderación en los intereses generales se ve problematizado por la conjunción de los intereses individuales y de grupo. La naturaleza de cada interés es igualmente uno de los campos más difíciles de entender y conciliar. La moralidad y la ética surgen como una manera de explicar o fundamentar a tan complicados espacios de análisis. Conceptos que permiten ser rellenados y vaciados según los intereses y conveniencias, dependiendo la situación histórica en el sentido que ya se ha referido.

Para lograr justificar todo lo anterior y proyectarlo hacia el propio interés en cabeza de la individualidad más elemental, se consigue concretar ciertos sentimientos y objetivarlos en acciones puntuales. La Piedad, la Solidaridad y la Justicia. Grandes justificadores, victimas desde el punto de vista de su vacío de contenido. No es la Pietas como virtud, no es la solidaridad como acción definitiva y no aparente, y no es la justicia como garantía de la búsqueda de la paz social y sí como instrumento al servicio de los intereses y la degeneración de la acción política

Con un panorama tan sintético como aparente, tan concreto como diluido, tan conveniente como interesado, ahora se maneja una etapa de globalidad de una pandemia. Aquellos que puedan tener su convicción en análisis esotéricos y nada tangibles, pueden estar perdidos en su radicalismo moral, posiblemente son los que compran el discurso de la moralidad flexible que se aplica por parte de los intereses de producción, que se ejercen mediante el poder incontestable en cada localización social; sin embargo, los que creen en la tangibilidad de los principios que se venden permanentemente como “valores”, son los fanáticos de la eficacia y la eficiencia de los otros, de la dictadura de las reglas para proteger el interés de cada individuo (Claro está, sin afectar la esfera interesada de quien se protege con privilegios del mismo andamiaje). Al final todos compran los discursos más básicos pero finalmente están actuando en su propio y único beneficio, ninguno de los individuos está dispuesto a dejar su condición en beneficio de otro.

Encontrándose el individuo presa de su propio interés, de sus más íntimos miedos potenciados en acciones sin razón abierta a los otros, es poco probable que conceptos como el de solidaridad, colaboración o comunidad tampoco tengan calado real en las sociedades modernas. Ya Aristóteles y otros grandes pensadores han intentado saber el contenido y posibilidades en la realidad de la conducta humana de la solidaridad. Para el pensador Griego, la solidaridad, la virtud y la contemplación eran los objetivos fundamentales de cualquier sociedad. Platón también consideraba que la comunidad política debía dirigirse por y hacia dichos objetivos, sosteniendo incluso que los legisladores contemporáneos a su época solo buscaban resolver las “nimiedades de la vida”, herencias, agravios y hechos semejantes (¡no se diga más entonces sobre los abogados y jueces que torpemente solo se dedican a memorizar las leyes de esos legisladores!); mientras que los legisladores clásicos tenían su objetivo en un concepto de búsqueda de la virtud total.

Aquí es donde entran entonces los modelados más antiguos de la condición del poder como historia realizada, como camino legitimado y garantizado por los receptores del mismo. Los discursos permanentes han logrado que sea el individuo destinatario de las ordenes y las reglas el que defiende y pide a gritos que nunca le dejen abandonar su condición. Por lo mismo clama volver a la “normalidad”, a la historia que ha hecho propia, a su permanente y segura cotidianidad. Llega el individuo a ser tan constante en su búsqueda de la libertad, que no desea otra situación más que una libertad dada, una libertad que no es más que una realidad, esa que es la de volver a ser subyugado. He ahí el placer de ese individuo que se justifica en su propia comodidad para no tener que ser realmente estético, que es lo mismo que ser libre de existir; es una realidad vital que es angustiante, por ello no hay valentía en la mayoría de las personas para aprender a ser.

Recordar un solo momento de la historia justifica la re-acción contra los individuos que ligeramente amenacen sus certidumbres, no indagando en las mismas y sí yendo contra cualquier situación que implique detenerse a re-crear los marcos de referencia, constatar las fuentes de la historicidad, equilibrar las contingencias analíticamente, entender los cambios de la emoción, determinar mínimamente las insondables causas y reconocer la imposibilidad de saber sobre la verdad real. En otras palabras: Reconocerse débil y frágil, saberse impotente ante el devenir constante y no poseer verdades ni certidumbres, solo existir y exprimir al máximo la misma existencia aprendiendo cada segundo y no tratando de obligar al otro a subyugarse en las conveniencias egoístas de cada individuo. Difícil tarea, pero por lo menos ejercer acciones que busquen dicho estado de consideración humana para vivir en sociedad ya sería un gran logro.

Para otro capítulo queda también el mundo de la búsqueda de esa seguridad de los individuos y las sociedades a lo largo de la existencia humana. Realmente la seguridad es la excusa para promover guerras y ejecutar cualquier acción por anti-natura que sea. Por lo cual lo que mueve al mundo es el Interés, y su consecuencia es la acción y ejecución de movimientos motorizados por una fuerza que sí es esencial: La in-seguridad. Por lo mismo el ser humano es capaz de desconfiar de su propia voluntad, pero no por ello se detiene para observar, reconocer y crear conocimiento consciente y no repetir eternamente las tragedias de su existencia. Evidentemente esto ultimo no conjuraría la realidad de la humanidad, pero seguro sería un punto de inflexión si se integrara a la manera de actuar de cada ser humano. Utopía, sí. ¿De lo contrario para que existir?, ¿solo para luchar cada uno por su interés y placer?, es una posibilidad real, pero, entonces daría lo mismo ser una seta o un gusano, o una bacteria o una hoja, todas formas de vida son, y no por ello se parecen a la existencia humana en cuanto a sus conductas y realidades.

Otro capítulo merece igualmente las consecuencias de la relación social con el mundo material, es decir, con el mundo del capital y su referente tangible. Esa in-seguridad descrita que motiva una construcción mediante el uso del poder y todo el aparato de conquista de las conductas y conciencias humanas, tiene un gran culto en el mundo occidental, y posiblemente en gran parte del resto del mundo, un nuevo Dios al interior de la conducta social del capital, algo que se manifiesta actualmente, según muchos individuos, casi connatural a la existencia: La propiedad privada. Será necesario dedicar parte de la vida a explicar este sentido casi sacro en que se ha convertido la posesión material. Solo decir que cuando una sociedad y sus socios o individuos humanos llegan a tener cultos tan fanáticos y creyentes, no hay razón que valga más allá de su propia absurdez, y por consiguiente no se puede dar crédito a cualquier discurso que justifique la existencia de dicha nueva religión.

Lamentablemente la cercanía de la muerte que ha generado el virus que recorre las sociedades en esta pandemia, lamentablemente repito, no va ayudar más que a afinar los instrumentos para justificar y aplaudir todos a una sin un reflejo en la acción social que mejore la relación entre el existir y el existente; solo corroborará que ante un enemigo común, por muy natural que sea, siempre hay intereses. Solo existirá una conciencia pasajera si dichos intereses se ven afectados para cada individuo en su esfera personal. (algunos políticos, poseedores de riqueza material, personajes públicos, personas económicamente poderosas, etc. han estado al borde de la muerte, pero la han superado, no hay que esperar ningún cambio positivo en su actitud social, posiblemente será más lógico que dichos, sean aún más crueles en sus convicciones, ya que tradicionalmente se convencen más de su fortaleza y de sus razones).

Así las cosas, este sistema de capital y concentración de medios y recursos en cabeza de unos pocos en detrimento de los otros, no se verá más que endurecido, refinado y efectivo; siempre será justificada esa seguridad de la normalidad en la historia conveniente, no hace falta ejercer violencia para que dicha situación de desequilibrios y de injusticias se repita y sostenga en un sistema creado ficticiamente llamado Economía, para que los propios victimizados sean sus mentores y su sostén. Casi todos claman por volver a poner las cadenas en sus acostumbrados tobillos, ya que de sus mentes no han sido desencadenados y de sus necesidades hacen su vida.

Estas sociedades entonces condenadas a repetir su desgracias y llevarlas con orgullo por el mundo, se desgarran las vestiduras con acciones llenas de esa piedad y solidaridad que requiere del desequilibrio para justificarse, y así poder dormir tranquilo el mundo entero. Entretanto los individuos siguen luchando hasta matarse unos a otros; así gana el individuo su tranquilidad interior y reafirma su verdad a diario, su radical injusticia consigo mismo y su existir. Como aquel refrán religioso de corte paradójico “A Dios rogando y con el mazo dando”.

La asunción de responsabilidad, tristemente, no está en los receptores del poder, la legitimación del poder puede a veces tardar, por injusto que sea, pero llega si se mantiene permanente en crear individualidades llenas de verdades. Se dice que una mentira repetida muchas veces nunca será verdad, sin embargo, para evidencia de la falsedad de dicha afirmación, en términos humanos, baste mirar cómo se miente descaradamente a diario y socialmente se consolidan las falsedades, por parte de los asociados, como verdad. Se va creando un imaginario de libertad en ese individuo para que consuma dichas verdades y las apropie como suyas, las herede y las defienda como esenciales y connaturales a la existencia. Es entonces cuando el poder, ese conjunto de intereses y privilegios, ya no debe temer la evolución de las situaciones, simplemente ir regando lentamente con símbolos, rituales, “verdades” y sanciones para que sean los individuos los que mantengan entre si el control. Dicho de otra manera, los intereses desbordados de los ejecutores de un poder, son efectivos según su capacidad de amputar el conocimiento y creación de criterio en el carácter humano, y rellenar ese espacio con certezas y libertades aparentes, repetirlas y convertirlas en historia y mantenerlas arrinconadas con deberes y obligaciones sin cuestionamiento alguno. Al final de esta confusa existencia humana que no permite la realización plena de la misma, o por lo menos la realización de la vida consiguiendo una mínima felicidad en paz y sosiego, solo resta una pregunta: ¿y…todo esto, para qué?.

La respuesta nos lleva al origen de la cuestión en un bucle de la conducta humana de manera interminable: para mantener todo funcionando, para no modificar nada, aunque sea absurdo su cíclico infierno, aunque no sea compatible con la vida, simplemente se debe crear la necesidad de los privilegios exclusivos frente a la conveniencia común para justificar

¡la búsqueda del mismo bien común!. Así se justifica lo que se dice a menudo: La vida es una lucha. Cabría preguntarse: ¿Y una lucha para que?, ¿contra qué o quién?, ¿con objeto de qué?…

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