“Cuento de Navidad”, por Isabel Viña.

Isabel Viña.

A lo lejos, justo en lo más alto de la calle, la niebla se hacía más espesa. El humo del brasero recién encendido se mezclaba con ella, sin  diferenciarse una cosa de la otra, eso sí, el olor del cisco era fácil de percibir. La mujer marroquí, Aamaal (nombre lleno de esperanzas, aspiraciones y deseos) salía de su casa y el olor del carbón vegetal llegó hasta ella, se alarmó de una forma efectiva y tranquila, ella conocía a sus vecinos, otras veces vio a Manuela, mujer de 89 años preparar la única forma que tenía para calentarse, las ascuas rojas del brasero. Se acercó a ella preocupada y la preguntó si necesitaba ayuda, ya que hace unos días, al agacharse, casi se la incendia el mandil.

Manuela la dijo que la dejara en paz, que no se acercara a ella, que no necesitaba a ninguna pordiosera extranjera, sucia, ladrona de trabajos de españoles. Aamaal agachó la cabeza, no quería complicaciones con nadie, al fin y al cabo, ella solo quería vivir y trabajar honradamente.

Manuela era una mujer solitaria, gruñona, triste. Tenía 2 hijos varones, los cuales no la visitaban apenas, la nochebuena la pasó sola, con su calor y sus dos gatos. Tenía la esperanza de que el último día del año sus hijos  se apenaran de ella, que se acordaran de la madre que les dio todo, incluida la vida, quedándose ella sin nada, solo con su brasero.

Aamaal, tenía 36 años, llegó a España desde Marruecos huyendo de la miseria, del miedo, ya que sólo por  el hecho de ser mujer, la vida era más difícil para ella. Era una mujer comprometida con los derechos humanos, periodista perseguida y apaleada solo por denunciar la verdad.

Caía la tarde y la niebla no levantó, el aire frío la movía repartiendo su espesez y su cencelleo por todos los rincones del pueblo. Las luces de Navidad que adornaban las calles, sobresalían de entre la niebla, y besaban suavemente el cielo con ráfagas de colores.

Amaneció el día 31 de diciembre, lo hizo con escarcha, el hielo se quedó en las cuestas, en los altozanos del campo castellano. Había jolgorio en el pueblo, se escuchaban las notas musicales por el centro, y entre esas melodías, el día se apagaba… anochecía.

En el barrio de Aamaal la noche era  tranquila. Tan solo se escuchaba la felicidad de los paisanos, que venían de tomar un vino previo a la cena; y en esa alegría, los sonidos de sus risas se escuchaban a través de los cristales del número 4, la casa de Aamaal.

Ella estaba sentada, a punto de cenar pegada a la ventana, sola. Se dio cuenta que en el número 8, en casa de Manuela, no llegaba nadie… nadie. Notó cómo salió uno de los gatos de la casa, maullando muy escandalosamente. Salió por una de las ventanas, donde la persiana rota dejaba vislumbrar un hueco mohoso y funesto.

Ella se levantó de su soledad  (pero también de su refugio), se acercó a la puerta de Manuela, llamó y nadie contestó. No era normal que no saliera, aun sabiendo que la despreciaría y  la humillaría. Dio un batacazo a la puerta, aun arriesgando su libertad (era migrante, la sospecha del robo era lo más posible), Manuela estaba adormilada, el cisco del brasero tuvo la culpa. Abrió las puertas y ventanas para que entrase el aire, el monóxido de carbono la estaba asfixiando. La cogió en brazos, la llevó a su casa, y la sentó en su silla (meterla en la cama sería un error, no se limpiarán las vías respiratorias adecuadamente).

Intentó darla aire fresco,  Manuela abrió los ojos y la miró. Aamaal sintió de repente golpes en la puerta, y acudió a la llamada. Abrió y un hombre, de unos 37 años, preguntó por  Manuela, era su madre y venía a buscarla. Preguntó si sabía dónde se encontraba, Aamaal dijo que no sabía nada.

Cerró la puerta tras de sí, llegó a la habitación, cerca de la ventana, Manuela despierta y con lágrimas en los ojos la dijo: “Aamaal, tengo frío” y esta puso la televisión, justo faltaban 2 minutos para las campanadas de fin de año. Aamaal recordó en esos minutos, los besos que no dio a su madre cuando salió huyendo de su país, abrazó a Manuela con fuerza, y ésta lloraba. Se dio cuenta del cariño, del respeto. Sonaban ya las doce de la noche, llegaba un  nuevo  año, con  proyectos e ilusiones nuevas y renovadas.

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