Editorial “Phoebe”

Vivo con una perra adoptada que se llama Phoebe. Estuvo en mis brazos por primera vez cuando tenía tan solo dos meses. Su anterior familia la había abandonado dos veces en unas condiciones que me ahorro explicar.
Cada noche, cuando llego, me recibe lanzándose sobre mí con la pasión de recobrar al mejor amigo que dejó de ver por la mañana. Cena junto a mí y parece hablarme con la mirada preguntándome en cada parpadeo sobre cómo me ha ido el día.
Tiene tantos amigos como perros hay en mi barrio. Juega con ellos por el parque con la energía de una perra joven, nerviosa y agitada, un volcán de pasión y aliento. No parece nunca agotarse hasta que cae junto a mí rendida en el sofá.
Se le cierran los ojos haciéndose un nudo en mis pies y le encanta cuando nos ladramos, jugando a perseguirnos el uno al otro, antes de quedarnos dormidos ante el televisor viendo una de esas películas de serie bé que suelen poner en la dos.
No tengo palabras para describir su mirada. Tiene esa expresión triste que la convierte en el ser más tierno del mundo. Tan buena que trata de lamerme sin descanso cada vez que se acerca a mi cara, al despertar, cada mañana.
Me alegró cuando en 2003 el Código Penal distinguió al menos la diferencia entre el daño a un animal y el daño a una cosa. O que en 2010 eliminara el requisito de ensañamiento para castigar el maltrato animal.
Ahora celebro que el Congreso de los Diputados vaya a votar que Phoebe deje de ser cosa y pase a la categoría de ser vivo. Que tenga derechos, que pueda regulársele un régimen de visitas o sea inembargable.
Lo celebraremos Phoebe y yo con una sonrisa en los labios, mientras, como cada noche, dormimos enredados en un sueño imposible de dos seres inseparables.

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