Ayer, 9 de diciembre fue el Día Mundial contra la Corrupción. Sirven estas efemérides para despertar las conciencias, abrir el debate y recordar puntualmente una de las lacras que más daño hacen a la paz y al desarrollo.
España se sitúa en el puesto 41 del índice de percepción de la corrupción elaborado por Transparencia Internacional. Un índice que ordena de menor a mayor la corrupción entre 176 países. Situados entre Letonia y Lituania, ocupamos la peor posición de toda nuestra historia desde que existe la serie histórica.
Dinamarca y Finlandia son las naciones con menor percepción de esta desgracia, probablemente por no haber caído en el círculo vicioso que relaciona desigualdad con corrupción y corrupción con permisividad.
Me llama la atención el hecho de que hayamos empeorado significativamente durante los últimos años en relación a la percepción de los ciudadanos. Que estemos cada vez peor por el cohecho, la prevaricación o la malversación de los caudales públicos.
Ayer, Día Mundial contra la Corrupción, fue un buen momento para reflexionar sobre nuestra responsabilidad. Responsabilidad que al menos compete a los dirigentes políticos en dos ámbitos: las decisiones políticas activas y la refutación de la impunidad pasiva.
Tomar decisiones políticas relativas a que una buena parte de sus colaboradores sean corruptos nos debe hacer pensar que debemos asumir responsabilidades políticas y dedicarnos a otra cosa. Puede haber una persona corrupta en nuestro equipo, lo que no puede haber es un equipo corrupto.
Efectivamente, en segundo lugar, la impunidad. Esconder, tapar, silenciar o disimular, por razones sectarias, partidistas o subjetivas, la corrupción, es la principal causa de que ésta se extienda como una lacra, como la peor de las epidemias, a través de los vasos sanguíneos de la democracia.
O luchas contra la corrupción, o acabarás formando parte de ella.
Editorial “Día Mundial contra la Corrupción”
