Editorial “El Día de la Inmaculada”

Siempre me quedé absorto contemplando la Inmaculada de Murillo. Un tono inigualable, una ascensión provocadora, el arte en esencia de la mano de un pintor sin parangón en la cultura del mundo.
Hoy, festividad de la Inmaculada Concepción, me atrevo a escribir sobre las pasiones ocultas que suscita el arte, tantas veces expulsado por las horas dedicadas a la política. Murillo alcanza la belleza inimaginable, máxima expresión creativa, desde un pincel inigualable. Sin desmerecer otras Inmaculadas como la de El Greco o la de Velázquez, y muchísimo menos la bellísima Virgen Inmaculada del grandísimo Tiépolo.
Sé que la mayor parte de los lectores de este diario -de igual forma que el que lo dirige y los que trabajan en él-, somos defensores del racionalismo, cuando no de un naturalismo que refuta las explicaciones sobrenaturales establecidas en dogmas nacidos de la imaginación del hombre.
La Inmaculada Concepción es un dogma que defiende que la Virgen María carece del pecado original que poseemos todos los demás mortales. Conviene no confundir esta ausencia de pecado con el dogma de la Virginidad, confusión a la que nos tienen acostumbrados más de un teólogo de tres al cuarto.
Dogma refutado por el protestantismo -que no por todos los escritos de Lutero-, la Inmaculada Concepción se establece como centro diferenciador del catolicismo con respecto al resto de religiones monoteístas.
Disfruten esta fiesta si son creyentes desde la devoción mariana. Si no lo son, se mantendrán nadando en los océanos del racionalismo. En cualquiera de los casos un maravilloso día para recordar a Murillo.

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