“Carta de Milarepa desde el Tibet” (VII), por César García Cimadevilla.

César García Cimadevilla caricaturizado.

Sí, reconozco que estás meditando mucho, te sobra tiempo. Quieres encontrar el sentido de la vida, como Baroja, del que estás leyendo sus memorias, pero sabes que es inútil, si no lo has encontrado hasta este momento, no va a ocurrir el milagro precisamente ahora. También sabes que para un guerrero impecable la vida, la existencia, es un misterio que nunca podrá desentrañar y sin embargo lo seguirá intentando mientras viva. Eso no te cuesta porque siempre has sido muy cabezón, lo sé muy bien. Ya de niño, con cinco o seis añitos, te fuiste al cementerio de aquel pueblecito de montaña tras aquel episodio trágico en el que tu padre, minero del carbón, estuvo a punto de perder la vida al regresar en autobús del trabajo. Le reventó la úlcera de duodeno y tuvo una fuerte hemorragia. Cuando fuiste de la mano de tu madre le viste en el suelo, pálido como un muerto. Todos creían que lo estaba hasta que llegó la ambulancia y se lo llevó al hospital. Salió de aquella, pero tú nunca pudiste superar aquel trauma. Sentado delante de las tapias blancas del cementerio, angustiado hasta quedarte sin respiración (siempre pensaste que el asma que sufriste en tu juventud tuvo componentes muy psicosomáticos) no podías aceptar que los muertos que estaban allí enterrados, ya solo huesos, y que una vez fueron seres humanos, ahora fueran nada. No podías aceptarlo, somos algo más que huesos, pensabas de forma obsesiva. Desde entonces no has podido aceptar que el ser humano sea solo un saco de carne y huesos, de hormonas, de células, de agua y minerales, como dices tú.

Crees haber superado lo que llamas la primera etapa de este trauma generado por la pandemia que estáis viviendo y que se te parece mucho al luto psicológico por la desaparición de un ser querido. Lo primero es la negación, como sabes. No es que negaras las evidencias y la realidad, pero como todos pensabas que no iba a durar mucho, que iba a ser controlado. Un episodio más en tu vida, en la historia de la humanidad. Luego todo cambió, la plaga se extendió a velocidad de vértigo y las muertes de personas de tu entorno, a las que conocías o familiares de personas a las que conocías, comenzaron a morir. No era precisamente una broma. Tú también podías morir a pesar de que la muerte siempre te respetó. Como aquella anemia en tu adolescencia que estuvo a punto de convertirse en leucemia y que te tuvo postrado en la cama durante tres meses. No podías ni moverte para utilizar el orinal. La postración era absoluta. Entonces pensaste que ibas a morir, tan joven, y que nada ni nadie te podría salvar. Pero saliste adelante como ocurrió en otras ocasiones con el paso del tiempo. Parecías tener una señal en la frente que alejaba a la muerte. Pero cuando llegó el confinamiento y fuiste consciente de lo fácil que era contagiarse te dijiste que ahora sí ibas a morir y que no estabas preparado, a pesar de que la has estado esperando toda la vida. De pronto el tiempo se terminaba y tú no habías hecho lo que tenías programado, terminar tus “obras literarias” más importantes y subirlas a Internet para dejarlas para la posteridad, por si alguien tropezaba con ellas. Eso ya no era importante, te importaba un comino. Incluso los textos que te dicto dejaron de tener la menor importancia. Nadie haría caso de ellos, la humanidad tenía cosas más importantes en las que pensar, seguiría el camino que decidiera, casi siempre el peor, y las palabras se las llevaría el viento, como se lleva los huesos de los difuntos convertidos en polvo y ceniza.  Vanidad de vanidades y todo es vanidad, como escribiste en aquel sentido texto. ¿Recuerdas?

De pronto tu vida no valía nada, lo mejor de ti mismo, algunos de tus textos, como creías, se perderían para siempre y nadie se acordaría de ti ni de lo que escribiste. Una vida sin sentido, pensaste, una pérdida de tiempo. Morirán los que tengan que morir y el resto seguirá dando patadas a las piedras, como siempre. La existencia en el tiempo es algo frágil, fugaz, no merece la pena preocuparse por ello. Pero no dejabas de sufrir. El sufrimiento profundo, infinito, es la única voz que podría sacudir el universo, hacer que se manifestara el amor. Como escribiste también. ¿Recuerdas? El amor y el sufrimiento parecen tener una misteriosa afinidad, como si el sufrimiento purificara el amor y éste solo tuviera sentido para curar las heridas del dolor. Si algo quedaría para siempre en un universo que se contrae, se deteriora, desaparece, serían los gritos horrísonos del sufrimiento de las víctimas, pidiendo un poco de amor, como el que se muere de sed en el desierto. También lo escribiste. ¿Lo recuerdas? Algo te ocurrió una mañana al despertar, por un momento pensaste que te estabas muriendo y te planteaste dejarte ir, porque no era desagradable, una muerte dulce. Pero un guerrero no se deja llevar por las circunstancias, lucha hasta su último aliento, hasta que se vea obligado a bailar su última danza con la muerte. Incluso ahora mismo dudas si no hubiera sido mejor dejarte ir, era agradable, como dicen que es la muerte por congelación. Se acabó, todo se acabó, ahora a descansar. Pero sabes que el morir no es el descanso, que el más allá no es el paraíso alejado de todo sufrimiento, hay que seguir trabajando, sufriendo, evolucionando. Para eso mejor hacerlo en una realidad que conoces. Piensas que todos los humanos sensibles han debido de pasar por lo mismo que tú. Esto no es una broma. Y los que huyen, los que se engañan, no podrán vivir siempre con los ojos cerrados. Algunos, como has leído, creen que esto no va a cambiar nada. Tú piensas que sí y te gustaría presenciarlo. Nada importa. Vanidad de vanidades y todo es vanidad. Pero el sufrimiento no desaparece como las cenizas llevadas por el viento. El sufrimiento es un grito que permanece en el universo para siempre, en todas las dimensiones, en todas las realidades, porque es el despertar tras un largo sueño.

QUE LA PAZ PROFUNDA OS ACOMPAÑE SIEMPRE EN EL CAMINO

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