“Blue”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Un refulgentebrillo atravesó, iridiscente, el añil de su mirada zarca y felina al extenderme su tarjeta. Así comenzó. Laincitación de una inteligencia ofreciendo su intimidad tras escucharme intervenir en tal reunión. Sin mayor preámbulo. Ni mínima pista del resorte interno que mi palabra pudiesehaber activado en su mente. Un espontáneo gesto que -me dije- definía ineluctablemente unanaturaleza semejante. La que siempreevidencia toda afinidad electiva.

Reflejada en sus ojos, la imagen de aquél que era mirado por él parecía la de un narciso, zambullido,contemplado a través dela superficie de lalaguna. De gesto inquisitivo y burlón, su connatural escepticismo jamás vi que perturbasela nitidez cobalto del piélago de sus ojos. Como un mar en calma, su iris devolvía la quietud de las aguas de un pensamiento sereno. Más allá de las corrientes que, en lo ignoto de la profundidad de su mente, pudiesen llegar aagitar su ánimo.

El río de la vida nos hace discurrir sus sinuosos meandros de modo –a nuestro parecer- siempre caprichoso. Acelerando o ralentizando nuestros pasos. Acercándonos y alejándonos a un tiempo. Y de ese flujo caleidoscópico de imágenes que se arremolinan en la mente, al recorrer, empujadas,nuestras biografías,por el inagotable caudal de los días, surge –espontáneamente- la visión que resta de nuestros encuentros. A veces, en la síntesis de una fotografía.

De frente. Apoyadosu rostrosobre un brazo acodado en lo alto de una pequeña cerca de piedra. Su mano, presionandola mejilla, deforma levemente la seriedad de su expresión, a la que su habituado bigote con perilla contribuye a fijar, pareciéndole esbozar una contenida sonrisa.Su ceño, ligeramente fruncido, le dota el aspecto de un ser expectante. En guardia. Al que el color de sus cabellos, sobre cuyas cimas se habían posado ya nieves perpetuas, arma la imagen de un león en invierno. Y esa mirada…

Azul. Comolo era la de Peter O´Toole, interpretando aEnrique II en pugna con su camada. De entre los que un joven Corazón de León emergía bajo la encarnadura de un Anthony Hopkins en estado de gracia. Recluidos por el hastiado padre, aguardan su castigo y segura muerte -por desmedida ambición según éste-en lóbrega morada. Sus rostros, ilusombrados por el titilante fulgor de una antorcha en la obscuridad, trepidan mientras el miedo perla sus teces.El rugido de los goznes del portón, al abrir las fauces de la celda,acentúa la crisis del instante. El finse cierne sobre sus cabezas.

En su determinación, Ricardo da un paso al frente. “No pienso pedir perdón. No suplicaré. No le daré tal satisfacción”.Gogofredo–displicente- le espeta: “Menuda estupidez caballeresca, hermano. Como si acaso importase la forma con que cae un hombre”. A lo que Ricardo responde ya ausente de sí y de todo: “Cuando caer es cuanto queda, el modo con que lo haces es lo único que importa”.

La caída. Supotencia metafóricala hace surgir como epítome vital. Sometidos al irrebasable marco de la irreversibilidad, el instante que nos devora, y acaba en sí mismo, nos aboca a la asunción de la naturaleza eminentemente ética del acto en éste encerrado. De todo acto. En cada instante. Fuera de él nada hay para los que viven. Y en él se concita todo el significado que pueda decirse de su paso.

Apoyado en la cerca, su imagen -serena y expectante- permanece liberada yade la atadura del tiempo. Aguarda -me digo- a presenciar distraídamente, como espectador ausente, cómo juegan los vivos suaún presente. La apuesta ética con quedeberían afrontarla caídaen elinsondable y proteico mar, al que todo momento nos fuerzaa saltar. Disolviéndonostodosen lo ente.

In Memoriam
José Jover Fernández

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