Abres el baúl de la abuela y encuentras el vestido negro que llevó a aquella boda con el amigo torero, el gris que se puso para aquel viaje a Rusia y la chaqueta morada de cuando dormitaba en el sofá, el gorro negro de aquel evento en el cine, las zapatillas rosas de andar por casa y los tacones de salir a pasear. En cambio, hurgas en el baúl del abuelo y encuentras cinco trajes grises iguales para llevar con camisa y bufanda blancas. Trajes que servían para cualquier circunstancia: para vestir en la boda y el viaje de novios, para cuando le hicieron el consejo de guerra y cuando fue a la boda de su mejor amigo; el de ir al trabajo en el despacho de arquitectura y el de tomar el vermut. Solo hay uno distinto, el que utilizaba para subir a la finca a mirar los trigos. Un traje de pana marrón, ese que le daba vergüenza a tu tía porque parecía un pordiosero, pero que para ti era el del momento de ir en el coche escuchando cuentos y deseando ese largo paseo en la bicicleta por el campo, a su lado.
Dos personalidades diferentes. Dos distintas maneras de entender la vida entre la practicidad y la improvisación, entre demorarse y decidir sobre la marcha a saber de antemano qué tocaba ponerse. Dos maneras contrapuestas de entender la vida, la de no perder el tiempo y la de llegar tarde a las citas que, sin embargo, funcionaban muy bien juntas. Papeles complementarios que cada uno asumía sin pensar. Dos mundos que ya no están.