Ella siente como suya la herida cada vez que podan un árbol antes de tiempo, admira los colores de las hojas caídas, planta cada vez que puede un retoño y sueña con una ciudad verde dónde pasear y disfrutar de las flores, los troncos y las hojas, las ramas. Le duele ver árboles cercenados y caídos, abandonados junto al río. Por eso cuando lee en el periódico que en un jardín de la ciudad van a talar 78 árboles se revuelve, y abre el wasap de su móvil y distribuye la noticia en todos los grupos que conoce, llamando a la acción. Decenas de personas responden indignados, y estas envían mensajes a otras, que lo reenvían a otras más. Así la ciudad se levanta, la ciudad de todos aquellos que ven en la nervadura de una hoja el futuro del planeta, el futuro del clima y la calidad de vida, esas que ven en el cemento las comisiones de los políticos, y en la tierra sembrada de hojas la belleza, el aire, los paseos y las tardes, los besos bajo las ramas, y los nidos de las aves; esos que sueñan con pétalos y troncos, con raíces , esos que sienten que la clorofila es la savia vital, el aire y el oxígeno, del planeta. No solo son 78 árboles sino una declaración de principios, una apuesta por la vida frente a la civilización suicida.
Sus pies son las raíces de los ancestros, sus brazos las ramas de los árboles, sus manos las hojas verdes, y por su cuerpo corre la savia que se revela frente a la tala de sus congéneres verdes, que siente suyos.