Hace ahora un siglo (5)

Por Eusebio Lucía Olmos.
La guerra que asolaba Europa desde 1914 acarreaba nefastas consecuencias para la clase obrera española, a pesar de la tan cacareada neutralidad oficial. Desde el comienzo del conflicto, la población se había dividido entre aliadófilos y germanófilos, utilizando las tertulias de cafés y tascas como incruentos campos de batalla en los que discutían las tácticas de los diarios movimientos militares que los periódicos publicaban en sus primeras páginas. Al mismo tiempo, los obreros denunciaban permanentemente el encarecimiento de los artículos de primera necesidad, que les afectaba directamente.
El conflicto armado se había fraguado realmente por la lucha de intereses mercantiles entre los países aliados y los imperios centrales europeos, que las clases burguesas tuvieron la habilidad de presentar al mundo como un inevitable enfrentamiento patriótico y nacionalista. La guerra se había declarado entre países igualmente imperialistas, y de ella se beneficiarían únicamente los patronos de los ganadores, pero nunca los obreros, ni siquiera los de éstos últimos. Y el movimiento obrero internacional estaba pagando ya sus consecuencias. Tiempo atrás, ante los continuos rumores de guerra, la Internacional Socialista había declarado abiertamente su antibelicismo, incluso con la popularización de aquel conocidísimo lema que predicaba «Guerra a la guerra». Sin embargo, la política de alianzas y acuerdos parlamentarios que llevaron a cabo los distintos partidos socialistas europeos, la aceptación por parte de los diputados socialistas franceses y alemanes de los créditos militares y, sobre todo, el asesinato del más prestigioso líder del socialismo francés y de la Internacional – Jean Jaurés –, favorecieron no sólo la declaración de la guerra, llevando a las trincheras a obreros que disparaban contra otros obreros defendiendo los intereses de los patronos de ambos, sino que supuso el principio del fin de la propia Internacional Socialista. La actitud de los franceses hizo modificar también la inicial postura pacifista de los socialistas españoles. El comité nacional del partido obrero había hecho pública una declaración condenando la actitud de los países beligerantes y defendiendo la neutralidad, incluso a pesar de coincidir con la reciente postura gubernamental. Sin embargo, la inmediata invasión del territorio belga por parte de las fuerzas alemanas, les indujo a abandonar rápidamente su inicial pacifismo, pasando a apoyar a los aliados, quizás también influenciados por el declarado apoyo de las fuerzas conservadoras a la causa germanófila. No obstante, en el socialismo español siempre existió una tendencia minoritaria, aunque muy activa, defensora del estricto neutralismo, que abanderarían Verdes Montenegro y García Quejido. También la guerra dividió a los anarquistas: mientras que los jóvenes se decantaban por la neutralidad y el pacifismo, los veteranos solían defender la postura aliada.
El presidente del Consejo, Eduardo Dato, había proclamado inmediatamente, por su cuenta y sin consultar a las Cortes, la neutralidad española en el conflicto, no encontrando contestación alguna en la oposición de republicanos y socialistas, quienes acababan de llevar a cabo una intensa campaña parlamentaria contra la guerra de Marruecos. Ni que decir tiene que tanto liberales como conservadores apoyaron totalmente la neutralidad, en principio muy bien recibida por la opinión pública, que reconocía la debilidad y escasa preparación bélica del país. Ciertamente, la política exterior española había ido abandonando a lo largo de los últimos años el prolongado aislamiento anterior para irse incorporando al expansionismo imperialista imperante, y el tratado firmado con Francia un par de años atrás aproximaba a España al grupo de la Triple Entente. Por eso, los imperios centrales vieron con agrado la neutralidad española.
Sin embargo, y a pesar de ésta, la guerra fue la principal protagonista de la vida española de aquellos años pues, aunque la mayoría de la población no mostró un excesivo interés por ella – sino más bien por sus muchas y grandes consecuencias directas –, las élites políticas y los intelectuales sostuvieron una verdadera «guerra virtual» entre germanófilos y aliadófilos, con su correspondiente proyección en la política interior. Las derechas germanófilas, integradas fundamentalmente por individuos pertenecientes a grupos sociales agrarios, dirigidos por sus curas y alcaldes, que recibían indicaciones para ello de sus jerarquías respectivas, importantes sectores del Ejército, carlistas, aristócratas y la clase alta en general, defendían los valores del conservadurismo: la autoridad, el orden, el nacionalismo, la religión, la legitimidad basada en el orden jerárquico y en la tradición. Aliadófilos, sin embargo, eran los intelectuales y las izquierdas, defensores del progreso y la transformación de la sociedad; la clase media liberal y muchos grandes industriales de Barcelona y Bilbao; en definitiva, todos aquellos que veían en Francia y Gran Bretaña la Europa desarrollada y democrática de la que temían que España pudiera apartarse definitivamente. En las paredes de muchos casinos y centros sociales se habían llegado a colgar planos de Europa, en los que los seguidores del conflicto clavaban banderitas de distintos colores para representar los avances de cada uno de los ejércitos en liza. Los que no tenían acceso a tales locales se reunían en diversas tabernas para comentar las acciones militares del día anterior, de las que estaban perfectamente informados por la prensa. Pero, casi todo el mundo estaba conforme con la neutralidad.
Unos y otros aseguraban estar el rey de su parte. Si bien, don Alfonso, militarista y más proclive a gobernar que a reinar, tenía ya también muchas conchas como para comprometerse públicamente en algo así. En Palacio tenía a dos mujeres inclinadas por uno y otro bando. Doña Cristina, la madre, era austriaca de nacimiento, y defensora, además, de los valores conservadores que defendían los Imperios. Sin embargo, la esposa, doña Victoria, era inglesa y representante de los «nuevos tiempos», que parecían correr por los países aliados. Por eso, en un principio, eludió el monarca una expresa declaración de defensa de cualquiera de los dos bandos, en línea con la neutralidad oficial. Sólo pasado algún tiempo desde el comienzo del conflicto corrió por la Corte la frase «Sólo yo y la «canalla» estamos a favor de los aliados», que podía muy bien ser tenida por suya, al responder perfectamente a la forma de expresión del pretendido autor.
Pero también hubo ilustres excepciones a la neutralidad oficial española, como el líder de la oposición liberal, Romanones, quien, en un artículo publicado en su periódico, Diario Universal, bajo el expresivo título «Neutralidades que matan», recomendaba alinearse junto a Francia e Inglaterra para obtener, tras su segura victoria, ventajas importantes para el país. Aunque, el escándalo que tal artículo originó aconsejó al autor retractarse y defender la postura oficial, si bien manteniendo su tendencia hacia la aliadofilia. El líder radical, Alejandro Lerroux había proclamado también su opinión contraria a la neutralidad en unas declaraciones realizadas al diario francés Le Journal, en las que aseguraba que el rey deseaba intervenir en la contienda a favor de los aliados. El prestigioso reformista Melquíades Álvarez declaró que «antes con Francia e Inglaterra vencidas, que al lado de Alemania triunfante», defendiendo también la anexión de Tánger, en línea con Maura y Romanones. Eran las forzadas y a veces contradictorias intervenciones extraparlamentarias – «monólogos», los llamaron algunos – que los líderes políticos se veían obligados a hacer, como consecuencia de que Dato, con el pretexto de la proximidad del Carnaval, había conseguido que el rey le firmase el decreto de disolución de las Cámaras, por lo que se carecía de foro oficial en el que los políticos españoles pudieran discutir las consecuencias que la guerra suponía para España. Y además el gobierno conservador había prohibido cualquier manifestación pública en que se hablase del conflicto o de la neutralidad española.

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