Hace ahora un siglo (4)

Por Eusebio Lucía Olmos.
El formar parte de la Conjunción Republicano Socialista les había supuesto a éstos la aproximación a sus filas de ciertos sectores burgueses e intelectuales progresistas, a pesar de que, formalmente, mantenían todavía vigentes sus principios de rechazo a la colaboración con aquellos partidos. Con tal apertura se había ido poco a poco modificando sustancialmente la vida y organización del partido, difuminando la militancia su tradicional obrerismo, para crecer en número y transformarse el origen de los nuevos afiliados. El perfil típico del militante socialista ya no respondía al del «aristócrata» obrero de las imprentas, alejado tanto de los bajos estratos del proletariado, más próximos en todo caso al anarquismo en las grandes ciudades, como de las ilustradas clases medias que, de ser progresistas, se identificaban más con el republicanismo. Los otrora temidos intelectuales se fueron acercando poco a poco al partido obrero, convencidos también sus dirigentes de la necesaria participación de aquellos en los próximos proyectos políticos a emprender.
Aunque los más veteranos recordaba con orgullo que las organizaciones socialistas habían contado ya desde los primeros momentos con un par de brillantes intelectuales comprometidos con ellas, y quienes les merecían un grandísimo respeto. Uno de los fundadores, el viejo doctor Jaime Vera quien, tras su primer alejamiento, se había reincorporado al socialismo organizado, y el catedrático de instituto José Verdes Montenegro. Ambos iban a jugar un importante papel, como mínimo vínculo de unión entre los tradicionales asociados y los «ilustrados» que iban llegando a sus filas. Eran casi todos éstos jóvenes con buena formación intelectual pertenecientes a las clases medias – oficinistas y empleados públicos, periodistas y escritores, maestros y profesores de institutos y universidades –, que se iban acercando, atraídos tanto por la tendencia humanista reformista como por la revolucionaria radical, definitorias ambas del socialismo español.
Su llegada era también coincidente con la crisis en que estaban sumidos el resto de partidos, no sólo los viejos, sino incluso los más recientes, como el lerrouxista, que había protagonizado ya ciertos escándalos por irregularidades en el Ayuntamiento de Barcelona. Pero es que, además, muchos de estos jóvenes habían cursado también estudios en las universidades europeas – particularmente en las alemanas –, por vía de la Junta de Ampliación de Estudios, y eso se hacía notar de manera especial. Pronto, la mayoría de estos «nuevos socialistas» habían ido conformando en el seno de la organización una nueva corriente reformista, para ir rápidamente ascendiendo a los puestos de responsabilidad, y transformando las ancestrales costumbres del socialismo español. Julio Álvarez del Vayo, Luis Araquistain, Julián Besteiro, Antonio Fabra Ribas, Manuel Núñez de Arenas, Andrés Ovejero, Oscar Pérez Solís, Eduardo Torralba Beci…, fueron ilustres ejemplos de un plantel de jóvenes con muy buena formación que ingresaron por aquellos años en el partido. Y otros muchos que, si bien no lo hicieron formalmente, o lo fueron de manera efímera, estarían próximos a la familia socialista en determinadas épocas de sus vidas y trayectorias, como Pérez Galdós, Maeztu, Azaña, Unamuno o el joven catedrático de Metafísica de la Universidad Central, José Ortega y Gasset, quien incluso había ya acudido como observador a algún Congreso del partido.
No obstante, su incorporación quedaría pronto frenada por el rechazo de algunos al mantenimiento de los principios radicales e internacionalistas que la organización seguía defendiendo. Alejamiento también coincidente con el atractivo que para muchos de estos jóvenes – sobre todo, los krausistas – supuso el moderno reformismo de Melquíades Álvarez y Gumersindo de Azcárate, quienes en 1912 habían fundado otro partido, en principio adscrito al republicanismo. El propio Ortega fue también causa de tal alejamiento, con la creación de la «Liga de Educación Política». Conocedor de otras socialdemocracias europeas, creía que la auténtica misión del socialismo español debería ser «hacer España», por lo que la lucha de clases y, sobre todo, el radicalismo y la rigidez de sus principios, le fue alejando de él. Para algunos, el “socialismo” de Ortega fue siempre elitista, alejado de cualquier idea de proletarización, a la que para muchos nunca debería renunciar el socialismo español, a pesar de mantenerse integrante del pacto conjuncionista.
Las diferencias con los anarquistas seguían creciendo. Éstos venían llevando también a cabo una importante labor editorial y pedagógica que fue construyendo una cultura libertaria caracterizada por el rechazo a toda actividad política. Se extendió la idea de que el triunfo del anarquismo sólo podría llegar a través de las escuelas, como la Moderna barcelonesa, en la que se enseñaría libertad, igualdad social y, sobre todo, odio a la Iglesia. Algunos escritores e intelectuales, como Gómez de la Serna, Julio Camba, Pío Baroja, Azorín, Maeztu o Unamuno, habían flirtearon también con las ideas libertarias, pero el fuerte compromiso y el fanatismo de la mayor parte de sus seguidores acabó por apartar de sus círculos a muchos de estos jóvenes diletantes. Y la aparición del sindicalismo terminó de cerrar las nóminas anarquistas a estos simpatizantes burgueses. La actitud del anarquismo español hacia los intelectuales se fue convirtiendo en constante hostilidad.
Socialmente, el proletariado urbano español de la época se dividía en dos grupos internos bien diferenciados. Compuesto fundamentalmente el primero por obreros de las artes gráficas – tanto tipógrafos como impresores y encuadernadores –, así como por trabajadores especialistas de una serie de industrias en boga: ferrocarriles, minería, construcción, metalurgia… Disfrutaban de cierto nivel cultural que habían ido adquiriendo con grandes sacrificios y hasta, a veces, con familiares incomprensiones, bien por su cuenta, o asistiendo, con dura renuncia de sus reducidos tiempos de ocio, a las clases nocturnas de los Ateneos populares o escuelas sindicales y políticas. La mayoría ejercitaba una verdadera conciencia de clase y muchos de ellos simpatizaban – si es que no militaban formalmente – tanto con las doctrinas socialistas como con las anarquistas. Defendían genéricamente la «República» democrática y libre contra la «Monarquía» dictatorial y opresora. Muchos de ellos seguían manteniendo las puritanas costumbres de sus antecesores del siglo anterior – «cuáqueros», llegaron a ser denominados los primitivos internacionalistas españoles –, en todos los sentidos. Muchos de ellos solían vivir «sin papeles» con sus «compañeras», manteniendo la creencia de que sus uniones eran mucho más serias, profundas y duraderas que las del patrón casado por la Iglesia con su «legítima», compatibilizada en muchas ocasiones con el mantenimiento de una o más «queridas». En lo externo, solían mostrarse con similar educación y formas que los burgueses, de quienes habían adoptado no sólo sus expresiones sino incluso su manera de vestir: chaqueta, chaleco, corbata, sombrero y hasta botines. «Obreros de levita», les llamaban algunos.
El segundo grupo del proletariado urbano de los años diez lo componía toda una masa de ilusionados campesinos que llegaban a Bilbao, Barcelona o Madrid, núcleos urbanos en constante expansión durante la época, huyendo de la mísera situación del campo español. Sin embargo, a su llegada debían comenzar por construirse en solares del extrarradio la chabola en la que habitar, si no disponían de lugar más apropiado que les proporcionasen parientes o paisanos ya instalados en las urbes. Las enormes diferencias de todo tipo que se daban en sus regiones de origen, motivaban también muy distintas formas de pensar y conducirse por parte de sus individuos. Entre los andaluces y levantinos, que solían emigrar a Cataluña, había una elevada proporción de analfabetos y anticlericales que aceptaban fácilmente las doctrinas anarquistas. Por cierto, «transmiseriano» solía ser denominado el ferrocarril que subía hasta Barcelona a los campesinos de Almería o Murcia que decidían buscar en la capital catalana una vida mejor, en cruel vaticinio de las nefastas y frustrantes condiciones de vida que en muchos casos encontrarían. Sin embargo, los gallegos, extremeños, castellanos y leoneses, que eran más atraídos por la industria vasca o la minería asturiana, se caracterizaban por un mínimo grado de formación, respondiendo, por regla general, más favorablemente a los propagandistas del socialismo. En cualquier caso, los niveles culturales de unos y otros eran bajísimos, siendo siempre herederos generacionales de las duras condiciones del trabajo en el campo. Sólo uno de cada cuatro sabía leer y escribir. Por ello, el vacío con que se solían encontrar al llegar a la gran ciudad les impelía a integrarse en pequeños núcleos protectores entre sus paisanos, acercándose a las órbitas de las sociedades obreras siempre que alguno de éstos, ya con una cierta veteranía en la vida urbana, así se lo recomendaba.
Desde el nacimiento del movimiento obrero, los trabajadores gráficos formaron en todos los países un selecto y numeroso grupo, dentro de los comprendidos en la primera clase del proletariado. Es evidente que era necesario saber leer y escribir para ser cajista de imprenta. Pero, además de la preparación previa requerida para el desempeño de sus funciones, la propia ejecución de las mismas les producía continuamente un gran acopio cultural cuando tenían que componer o imprimir textos sobre las más variadas materias. Tanto es así que muchos de ellos, una vez superados los iniciales períodos formativos, y si contaban con preparación suficiente para ello, pasaban a ser redactores de lo que después componían, en los medios en los que trabajaran: prensa o edición. «Publicistas» solían ser llamados, puesto que «publicaban» lo que escribían. Ni que decir tiene que la mayoría de los más altos responsables de las organizaciones obreras, en sus ramas sindicales o políticas, solían también ser trabajadores gráficos, ya que unían a la necesaria formación técnica la práctica para exponer convenientemente sus ideas a los lectores u oyentes, en sus escritos o mítines. De hecho, ya en el lejano 1869, ocho de los veintidós primitivos componentes del núcleo madrileño de la Asociación Internacional de Trabajadores eran tipógrafos; y dieciséis de los veinticinco compañeros que, diez años más tarde, fundaban el partido socialista obrero, tenían también esa profesión. Los Anselmo Lorenzo, Pablo Iglesias, José Mesa, Hipólito Pauly, Rafael Farga Pellicer, Matías Gómez Latorre, Antonio García Quejido, Juan José Morato… y tantos otros, se verán unidos no sólo por las ideas que defendían sino también por la práctica diaria de los distintos oficios de las imprentas.

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