Hace ahora un siglo (3)

Por Eusebio Lucía Olmos.
A pesar del acuerdo de conmemorar el 1º de mayo, surgido del Congreso parisino de la Segunda Internacional en 1889 –o quizás por ello–, los anarquistas siempre se resistieron a su celebración y a su carácter festivo, por parecerles inapropiado al significado de la fecha. Ellos preferían verla como una conmemoración de los mártires de Chicago; es decir, más como un día de dolor que de celebración. Por ello, cesaban toda actividad laboral en ese día, apoyando la huelga general por la jornada de ocho horas. En sus mítines hacían hincapié en esta petición, a la vez que sostenían sus consabidos ataques a Pablo Iglesias y a los burócratas «socialeros», más aún durante los años de la Gran Guerra, por el carácter lúdico de la conmemoración en tan nefastas circunstancias para el proletariado mundial. Los minoritarios y recientes sindicatos católicos se limitaban a asistir a una misa y al posterior mitin en el que criticaban al socialismo izquierdista, pidiendo a sus afiliados abstenerse de participar en las manifestaciones por aquellos convocadas, pues suponían actos políticos y no sindicales.
La clase obrera, tanto la española como la del resto de las naciones europeas, estaba dividida entre los socialistas demócratas y los socialistas ácratas. Los primeros, seguidores de Carlos Marx, que aún eran denominados “autoritarios” por algunos, creían en la necesaria utilización de la acción política revolucionaria para defender los intereses de los trabajadores; mientras que los segundos, que tenían por ideólogo a Bakunin, mantenían lo contrario, defendiendo por lo general la «acción directa» y negándose a la creación de partido obrero alguno. A pesar de su común procedencia original de la primitiva Asociación Internacional de Trabajadores, los marxistas se habían vinculado con posterioridad a la Segunda, manteniéndose unidos bajo una férrea disciplina y aplicando la constancia, la prudencia y la reflexión en sus análisis sobre las diversas situaciones concretas que se presentaban cada día. Por su parte, los bakuninistas, mucho más dispersos ideológicamente entre los diferentes anarquismos –el humanitario, el filosófico puro y el destructivo–, negaban por lo general cualquier participación política, confiando en que la razón, la ciencia y la cultura liberarían al hombre de forma natural, llevándole automáticamente hacia el progreso. La pretensión de alcanzar un mundo sin odios, sin clases, sin delincuencia, sin propiedad y sin Estado, había supuesto siempre un gran atractivo para el proletariado hispano. “Ni Dios, ni rey, ni amo”, era una consigna que resumía bien gráficamente su filosofía.
Los socialistas, sin embargo, rechazaban las ideas anarquistas por ilusorias, visionarias e irrealizables, y sus acciones por contraproducentes para presentar una auténtica alternativa al poder de la burguesía. Por el contrario, los ácratas criticaban la inconsistencia de un partido obrero que aceptaba las reglas de juego establecidas por los gobiernos burgueses; para ellos el Estado era un objetivo a destruir, no a conquistar. Tan diferentes perspectivas de planteamiento les habían ido alejando a unos y otros poco a poco en todos los países –y mucho más en España–, prácticamente desde los albores del movimiento obrero, a pesar de que unos y otros contaban con un fondo común mucho más profundo de lo que ellos mismos creían. No obstante, las distancias que separaban a ambas tendencias eran cada vez mayores, haciendo impensable cualquier intento de unidad de acción, como algunos de cuando en cuando apuntaban. Quizás el único nexo común que mantenían era el odio a la clase explotadora, pues en lo demás todo eran divergencias, no sólo en el terreno ideológico, sino en lo personal, y hasta incluso en sus zonas de influencia geográfica. Los bakuninistas habían encontrado una general actitud receptiva a sus doctrinas fundamentalmente entre el proletariado industrial de Cataluña, extendiéndolo al agrario de Aragón, Levante y Andalucía. Mientras tanto, los marxistas habían tenido desde siempre muy buena aceptación con los obreros empleados en los pequeños talleres e imprentas madrileños, la minería asturiana y la siderurgia vizcaína. Hasta pequeños pero significativos detalles les separaban: mientras que los dirigentes y empleados de las distintas secretarías anarquistas no cobraban nada por su trabajo, los funcionarios de las organizaciones socialistas, bastante numerosos, sí recibían un sueldo, lo que proporcionaba a los primeros una cierta superioridad moral sobre sus rivales.
La situación política, el atraso en el desarrollo de las estructuras socioeconómicas y el carácter individualista de los españoles, habían motivado que los radicales postulados bakuninistas hubiesen constituido en España, desde su introducción, un verdadero movimiento popular. Las doctrinas anarquistas, entre gran parte del proletariado español, parecieron caer como simiente esparcida en campo propicio, expresamente labrado y abonado para recibirlas, pareciendo, por muchos motivos, como si el anarquismo hubiese sido ideado expresamente para el carácter español. No obstante, la ilegalización durante tres años de su central sindical, la Confederación Nacional del Trabajo, así como la dura represión gubernamental que siguió al asesinato de Canalejas, hizo que muchos de sus militantes – y, por supuesto, dirigentes– hubieran de tener que permanecer ocultos, hasta volverse a tolerar su funcionamiento. En 1915 estaban creciendo deprisa. A pesar de la escasa fiabilidad de los datos numéricos, tanto por su carencia de organización formal propiamente dicha como por la misma idiosincrasia de los adeptos, sus dirigentes aseguraban contar con unos 15.000 afiliados, si bien los simpatizantes no censados eran muchísimos más, diseminados por todo el país, fundamentalmente en tierras catalanas. Al mismo tiempo afirmaban que la durísima represión empleada contra ellos, fue el mejor abono para su crecimiento, aunque en Madrid fueran una exigua minoría.
Los marxistas por su parte, a pesar de su comentada oposición a la acción directa y siendo tenaces defensores de las tácticas negociadoras, tanto en lo laboral como en lo político, no llegaban a esta cifra; pero su rama sindical –la Unión General de Trabajadores – se había acercado en 1913 a casi los 150.000 miembros, para caer de inmediato en franca recesión. El continuo encarecimiento de la vida y las crisis ideológicas abiertas en el socialismo español, venían provocando una continua reducción de su censo de militantes. No estaban las cosas como para predicar prudencia y negociación, aunque una trayectoria zigzagueante venía caracterizando su vida. Su táctica comenzó estando marcada por el rechazo a la guerra de Marruecos, lo que supuso un buen atractivo para muchos obreros que se sentían identificados en contra del impopular asunto bélico y las correspondientes movilizaciones de quintas. El XI Congreso del sindicato, en junio de 1914, decidió llevar a cabo una campaña de protestas –subrayando el apoliticismo obrero– cuyo colofón sería una huelga general de 24 horas. Pero el estallido de la contienda europea hizo abandonar la resolución congresual. Por otra parte, la participación en la Conjunción política con los republicanos y la presencia de Iglesias en el primer escaño socialista del palacio de la Carrera de San Jerónimo, había venido a significar la culminación de un sutil y lento, pero importantísimo, proceso de transformación que el socialismo español venía experimentando desde comienzos de siglo. La permanente contradicción entre su radicalismo teórico inicial y la práctica política diaria, aconsejaba un viraje estratégico hacia la aceptación de la vía reformista, aunque sin perder de vista el horizonte revolucionario.

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