“Aft€rhour$”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Tras la suspensión del tiempo -que todo divertimento representa- el olor acre del local, resaltado por el frescor entrante a través de las puertas abiertas una vez la hora concertada expira, representa cuanto del influjo del hechizo queda. Iridiscentes. Restos glaciares en descomposición flotan a la deriva en exiguas charcas etílicas apurando su precaria existencia, abandonados a su suerte en los más insospechados lugares, mientras todos al son de la última canción salen. Junto a una de las mesillas un tacón roto testimonia el fallido esfuerzo de un paso en falso, mientras un camarero retira de éstas unas servilletas con restos de mariposas de carmín dibujando la promesa de los besos contenidos en su frustrado vuelo. Rasgado por los rosáceos dedos de la aurora, el conjuro acabó.

En la ociosa búsqueda del extravío a través del convenido uso impuesto, erigido como canónico modo de encuentro social, el joven se halla abocado a reproducir, idénticos, todos los usos que el paradigma -sobre el que se asienta el modelo económico general- impone. Alentado por la promesa satisfaciente de un desaforado consumo, sus hábitos individuales quedan fijados en el marco general de un esquema en el que la consecución de una pretendida concepción transaccional del bienestar individual se erige como único criterio valorativo de toda toma de decisión particular.

Presa inconsciente. La conducta del sujeto, en su pretendida dimensión socializadora, queda así circunscrita a cuanto le es dado, sin permitirle percatarse de la lógica a que ésta atiende. Moduladas sus pulsiones conforme a un formato mercantilizado, su mente -que no es sino el resultado del modo con que le es impuesta la visión de la realidad y del alcance potencial que ésta ofrece- queda absolutamente incardinada en el irrebasable marco de concepción deliberadamente individual que el sistema económico impone. En el que la construcción de la relación con los otros queda ceñida a la compartición del estrecho rango de la dimensión humana puesto asépticamente en juego en la dinámica crematística diseñada. Pese a pensarse acompañado, su ámbito relacional queda restringido a la sola convención mediada por el consumo. Legal o ilegal. Tanto da.

Abocado e incapaz de pensarse sino conforme le ha sido dado, el individuo asume mansamente su estabulación en el irrebasable marco del que el negocio establecido para la concepción de un ocio, el suyo, forma parte. Y cuyo diseño no atiende sino a la lógica autosatisfaciente y reduccionista por el que su ámbito de relación y compromiso queda delimitado por el definido alcance del trámite transaccional. Al margen de todo cuestionamiento de si éste opera o no en beneficio o perjuicio social alguno. O de sí mismo.

Así, emboscada en la aséptica irresponsabilidad crematística, la imposición de una miope perspectiva asentada en un hedonismo estupidificado queda socialmente fijada. Consolidando un autismo moral en el que se incentiva al sujeto a pensarse exento de primar con su conducta acción alguna que no revierta explícitamente en su inmediata satisfacción particular. Ni le suponga mayor implicación personal que la que media en la lógica comercial, que asume -con cierta razón- absoluta.

Exigir corresponsabilidad pública, en la contención de la pandemia, a una juventud que ha sido plenamente expuesta a una masiva lógica de consumo –inmediato, satisfaciente e individualista- resulta una medida que peca de denunciar las desastrosas consecuencias públicas de la indiferencia social que muestra una generación que prima sus hábitos de ocio sobre cualquier principio que trascienda su persona, sin atreverse a señalar la perniciosa causa de la que tal conducta es resulta.

Imbuidos de la lógica de una trasnochada dinámica económica donde -sin cesura que delimite separación alguna entre ocio y negocio- todo es mercado, el valor de la persona queda reducido a su mera capacidad de participación en éste. Sin más principio superior, ni mayor amplitud de miras, que colmar cuanto le sea suscitado como necesidad perentoria, el sujeto actuará bajo el esquema al que se le ha habituado. Y en el que dimensión social alguna figura.

La euforia tratará de prorrogarse más allá de las puertas del local. Despreocupados todos salen al son de la última. Entre el tropel, tal vez alguno -rodeado del resto de náufragos y arrastrado por la melancolía del momento- preguntándose reflexivamente si acaso siente que su vida está siendo todo lo plena que desearía que fuese. Planteándose las opciones, contempla su reloj. Echa mano a la cartera. Aún queda dinero. Aún queda noche.

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