“69”, por Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal.

Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Reflexivo y cauto. Sabe la delicada naturaleza de todo orden social. Y del peligro latente de su colapso. Su vida ha girado en torno a la toma de consciencia del milagro que supone alejar al hombre de la bestia –que no es otra cosa sino de sí mismo- mediante el sutil diseño de un adecuado artificio institucional. Una firme convicción -en el papel que pugnó por desempeñar- le ha llevado a estar preparado para actuar en cuanto la oportunidad pudiera dársele en el siempre complejo intento por lograr cambiar el curso de las mentes. Y a asumir el riesgo cierto del coste histórico que su fracaso supone. Recuerda aún bien ese instante. No hace tanto…

Junio de 1940. París ha caído. El gobierno de la República, replegado en Burdeos, trata de salvar los muebles ante a la ofensiva nazi, mientras él -en ese momento a la cabeza del Comité de Cooperación Franco-Británica en un Londres que empezaba a elevar temeroso sus ojos al cielo- trata de coordinar los esfuerzos materiales de dos países que siguen, pese a lo desesperado de la situación, manteniendo una desorganización y reticente desconfianza mutua en el siempre complejo juego de lealtades que todo conflicto evidencia.

La necesidad no deja lugar a vacilación alguna. Espectador de primera fila. Incapaz de traicionar su propio carácter -que no es sino el destino de todo hombre- trata de poner coto al caos imperante afanándose con todo denuedo en la organización material conjunta de ambos países. En el intento por luchar contra las barreras competenciales y prejuicios nacionales que impedían el correcto desempeño de la lucha contra el enemigo común, se decidió a maniobrar entre las bambalinas burocráticas y políticas logrando acariciar la fascinante proeza de que ambos gobiernos aceptasen considerar la decisión más pasmosamente osada que pudiese concebirse bajo cualquier circunstancia –el abandono de sus identidades parciales en favor del reconocimiento de una soberanía común de orden superior-. Por desgracia, y a pesar de la acquiescencia de un desdeñoso Churchill y un entusiasta De Gaulle, sólo el vértigo que produjo en la mente incardinada en sí misma del primer ministro francés -Paul Reynaud- impidió llevarse adelante. Oportunidad perdida para la Historia que no resta un ápice de fascinación ante la naturaleza –imaginativa y audaz- de una propuesta cuya constancia es de por sí un hito a la altura de la grandeza del hombre que fue su promotor.

“En esta hora tan grave en la historia del mundo moderno, el Gobierno del Reino Unido y la República Francesa se declaran indisolublemente unidos e inquebrantablemente resueltos a defender en común la justicia y la libertad contra el sometimiento a un sistema que reduce a la humanidad a la condición de robots y de esclavos. Ambos gobiernos declaran que Francia y Gran Bretaña ya no serán en el futuro dos naciones, sino una sola Unión Franco-Británica.

La constitución de la Unión implicará organizaciones comunes para la defensa, la política exterior y los asuntos económicos. Todo ciudadano francés gozará de inmediato de la ciudadanía en Gran Bretaña, y todo súbdito británico se convertirá en ciudadano de Francia. Los dos países asumirán en común la reparación de los daños de guerra en cualquier lugar en que se hayan producido, y los recursos de unos y otros serán igualmente y como un todo único utilizados para tal fin.

Durante el curso de la guerra, no habrá más que un gabinete de guerra, y todas las fuerzas de Gran Bretaña y Francia, en tierra, mar y aire, quedarán bajo su dirección. Tendrán su sede donde juzgue que pueda gobernar más útilmente. Los dos Parlamentos se fusionarán oficialmente. Las naciones que forman el Imperio británico ya están poniendo en pie nuevos ejércitos. Francia mantendrá sus fuerzas disponibles en tierra, mar y aire. La Unión hace un llamamiento a los Estados Unidos y les pide que refuercen los recursos económicos de los Aliados y aporten a la causa común la ayuda de su potente material.

La Unión concentrará todas sus energías contra el poderío del enemigo dondequiera que se libre la batalla. Y de este modo, venceremos.”

Mirada baja. Mentón distraídamente apoyado sobre su mano izquierda. Sigue atento la alocución sentado de espaldas a la gran chimenea. Tras su solemne disposición de escucha de las palabras del orador, un inefable sentimiento privado de vacilante satisfacción se apodera de él ante las expectantes miradas de los congregados en torno a la mesa central que copreside. En pie, a su siniestra, se yergue Robert Schuman, sabedor de estar interpretando ante el devenir de la Historia uno de los -llamados a ser- momentos estelares de la humanidad. 9 de Mayo de 1950.

Jean Monnet rumia para sí cada una de las palabras que contiene el texto de la declaración que lee su colega. Hasta irse convirtiendo todas ellas -en su cadencia- en el lejano rumor de un espumoso oleaje batiéndose en su mente…”y de este modo, venceremos”. Abstraído -al fin- de la escenografía que brinda la fastuosa puesta en escena en el Salon de l´Horloge del Quai D´Orsay, la turbadora sensación que todo éxito produce emerge en él.

La denodada búsqueda -en que empeñó su vida- de márgenes para la creación de marcos institucionales de cooperación que velaran por los intereses y garantías recíprocas de las partes comprometidas -propiciados por la observancia de un adecuado diseño de reglas de juego-, supuso un proceso parejo de búsqueda de sí, que siente hoy culminar en torno a un sencillo acrónimo: CECA. Con el despliegue del póker de esas cuatro letras, el hombre -que hizo del intento por fijar la necesidad de concebir de manera conjunta la resolución de los problemas comunes que aquejaban a la quebrantada y vacilante Europa- pone sobre el gran tapete del mundo la baza de su decidida y aquilatada apuesta ética. Trocar las voluntades nacionales. Sacarlas de sus rígidos y acostumbrados esquemas de acción individual. Y orientarlas hacia un bien superior que trascienda al meramente particular, que ya ensayara una década antes.

Los cimientos de un nuevo orden acaban de ser erigidos en medio de la escombrera aún humeante de una Europa convaleciente de sus heridas. De su desarrollo surgirán las presentes Instituciones Europeas cuya función nunca fue otra que la de desplazar el secular conflicto de este belicoso continente de nuestras vidas. Con éxito. Hasta la fecha.

El reloj que rige la insigne estancia palaciega sigue su maquínico curso, ignorante del instante que acaba de marcar. Por casi siete décadas. Incapaz de ajar en lo más mínimo la belleza eterna del carácter fundante del acto que ha presenciado. La altura de miras resulta preciosa. Fruto de la más rara cualidad humana: la inteligencia. Troca miseria en prosperidad. Discordia en armonía. Y hace de la vida una oportunidad frente al fatalismo al que la bestia humana nos aboca. La naturaleza de sus tenedores resulta siempre determinante. Disruptivos. Su paso entre nosotros jamás logra pasar desapercibido. No por el conocimiento de sus identidades sino por el alcance del resultado de sus acciones. Nosotros, humildes ciudadanos del orden que ellos establecieron, tenemos el honorable papel de evitar que el legado del que somos beneficiarios sea deteriorado por aquellos que -desde una visión tamizada por el velo de la ignorancia- pretendan malversarlo. Inmersos en las turbulencias e incertidumbres de esta hora tan grave, Europa ha de declararse indisolublemente unida e inquebrantablemente resuelta a defender en común la justicia y la libertad contra el sometimiento a todo sistema que pretenda mermar la condición que su statu de ciudadanía representa. Y de este modo, venceremos. A la bestia.

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